Claudio no mide ni un metro y vive en un barrio bajo de la ciudad de Buenos Aires. Está al sur en los mapas, pero sobre todo es un barrio petiso económicamente. Hace unos meses los padres de Claudio le compraron a él y a sus hermanos mayores una computadora que lo lleva a mundos muy violentos y mucho menos reales que esa villa.
Como a su hermano y su hermana, le gusta jugar al fútbol, pero los más grandes siempre se quejan porque él suele distraerse con un caminito de hormigas, un palito con forma de perro o una piedra violácea.
Igual que deja pasar un partido alrededor suyo por alguna nueva maravilla descubierta, sin preocuparse por el resultado, a veces deja que los mundos virtuales de los que entra y sale resuelvan sus conflictos sin su intervención y se pone a jugar sólo con sus manos. En la casilla, la luz es tenue y sabe que sus sombras se ven más claras del otro lado de la puerta. Se diría que es la calle pero en realidad le dicen tira o pasillo. Ahí sí, con la ayuda del sol hace que sus manos dibujen en el piso formas de animales que le enseñaron a hacer en el jardín y otras que no le enseñaron. Algunas, incluso, son animales sólo para él y no se clasifican en mamíferos, ovíparos u ovulíparos, ni en ninguna otra fea palabra terminada en -ros. Eso sucede hasta que pasa una nube y esa figura en el piso desaparece. Las manos se siguen moviendo y Claudio no se desespera. Tal vez imagina sus sombras. Cuando la nube termina de taparle el sol, recién ahí se altera. Se concentra más en sus manos, sonríe y se emociona: “¡Ahí sale la sombra!”.