Cuando Salvador Allende llegó al gobierno chileno, Roberto Bolaño tenía 17 años y vivía en México desde los 13, pero en 1973 decidió volver a su país natal para apoyar el proceso de transformación popular que en aquel momento también se impulsaba desde el Palacio de la Moneda. El viaje no fue sencillo y terminó, como el andar de La Poderosa II, en Chile. Luego de trasladarse a dedo, en barco y en micro de Norte a Sur por América Latina, Bolaño llegó unos pocos días antes del Golpe de Estado que instauraría uno de los períodos más oscuros de la historia chilena, con Pinochet en el poder y con el suicidio de Allende. Además, Roberto fue encarcelado y liberado por una casualidad a los ocho días, porque entre las políticas institucionales y las prácticas hay relaciones interpersonales; hay, como escribiera Neruda, “humanos, sin más títulos que ése”: a Bolaño lo ayudó un policía que debía custodiarlo, pero que había estudiado con él.
Amanecer Negro podría usarse como metáfora de esos tiempos en los que el Plan Cóndor comenzaba a abrir sus alas asesinas sobre Latinoamérica. Sin embargo, en su novela póstuma, 2666, que se publicó 30 años después de la muerte de Allende, Bolaño juega con la polisemia del lenguaje y delata cuánto preconcepto puede haber en el sentido que se le puede dar a una lectura, a una mirada, cuánta carga política pueden tener las palabras y cuánto hace falta entender y poner en práctica la diversidad cultural para superar esa cantidad de prejuicios. Porque Amanecer Negro, en la novela, es una revista de la comunidad negra de Nueva York que, obviamente -desde este punto de vista-, le da el mismo sentido positivo a “amanecer“, que a “negro”.
Uno de los personajes de 2666, Fate, es periodista y la primera nota que le aceptaron en esa revista fue una entrevista a Antonio Ulises Jones, un militante de unos ochenta años que vivía en un apartamento de dos habitaciones en una de las zonas más depauperadas de Brooklyn. Con su mirada, coincidimos en muchos aspectos y disentimos en algún otro. El punto aquí es compartir determinadas concepciones que Bolaño le infiere a su personaje más allá de cualquier lineamiento partidario.
La idea de educación, enseñanza y aprendizaje mutuos, aparece con toda la fuerza simbólica de la imagen colgada en la pared del apartamento de Jones. En la foto había un tipo muy grande, de un par de metros, por lo menos, vestido como un obrero de la época, en el momento de recibir un diploma escolar de manos de un niño que miraba directamente a la cámara y sonreía mostrando una dentadura blanquísima y perfecta. El rostro del obrero gigantesco también, a su manera, parecía el de un niño.
– Ese soy yo –le dijo Antonio Jones a Fate la primera vez que éste fue a su casa-, y el grandullón es Robert Martillo Smith, obrero de mantenimiento del municipio de Brooklyn, experto en meterse dentro de las alcantarillas y luchar con cocodrilos de diez metros.
Fate y Jones tuvieron tres charlas y un largo cuestionario de por medio. En un momento, Fate le preguntó por Stalin y Antonio Jones le respondió que Stalin era un hijo de puta, porque el viejo no asimilaba a Marx con todos los que se decían marxistas. Por eso, cuando Fate le preguntó por Marx, Antonio Jones le respondió que por ahí, precisamente, tenía que haber empezado: Marx era un tipo magnífico. A partir de ese momento Antonio Jones se puso a hablar de Marx en los mejores términos. Sólo había una cosa de Marx que no le gustaba: su irritabilidad. Esto lo achacaba a la pobreza, puesto que para Jones la pobreza generaba no sólo enfermedades y rencores sino también irritabilidad.
La polisemia, la importancia del punto de vista que se toma en cada cosmovisión, se hace explícita cuando Antonio Jones sin que viniera a cuento, se puso a cantar el himno de su insignia ideológica socialista. Abrió la ventana y con una voz profunda que Fate no le hubiera supuesto jamás, entonó las primeras estrofas: Arriba los pobres del mundo, de pie esclavos sin pan, para después preguntarle a Fate si no le parecía que era un himno hecho especialmente para los negros. No lo sé, dijo Fate, nunca lo había pensado de esa manera.
Quizá todo lo anterior sea sólo una introducción necesaria para comprender desde nuestra perspectiva las últimas palabras de Jones y saber quién expresa lo poderoso que es ser un militante convencido y comprometido, o quién nos recuerda que donde haya un militante de La Poderosa habrá un foco de la organización defendiendo las mismas bases que sus compañeros de otros espacios y luchando por la misma transformación.
Durante la Segunda Guerra Mundial los aliados partidarios de Jones habían sido más de mil. Después de la guerra el número subió a mil trescientos. Cuando empezó el macarthysmo ya sólo eran setecientos, aproximadamente, y cuando terminó no quedaban más de doscientos, en Brooklyn. En los años sesenta sólo había la mitad y a principios de los setenta uno no podía contar más de treinta, desparramados en cinco células irreductibles. A finales de los setenta sólo quedaban diez. Y a principios de los ochenta ya sólo había cuatro. Durante esa década, de los cuatro que quedaban dos murieron de cáncer y uno se dio de baja sin avisarle nada a nadie. Tal vez sólo se fue de viaje y murió en el camino de ida o en el camino de vuelta, reflexionó Antonio Jones. Lo cierto es que nunca más apareció, ni por el local ni por su casa ni por los bares que solía frecuentar. Tal vez se fue a vivir con su hija en Florida. Era judío y tenía una hija que vivía allá. Lo cierto es que en 1987 ya sólo quedaba yo. Y sigo aquí, dijo. ¿Por qué?, preguntó Fate. Durante unos segundos Antonio Jones meditó la respuesta que iba a dar. Finalmente lo miró a los ojos y le dijo:
– Porque alguien tiene que mantener operativa la célula.