Nos esperan. Hace mucho. Un poncho de escalofríos nos cubre la espalda. Y entramos. No será un día cualquiera. Ni uno más. A cada paso, surcando el campo y la concentración, aturde el eco del silencio, como en un túnel a cielo abierto. Son almas. Son voces. Son gritos. Nadie habla. Nadie interroga. Nadie dispara. Sólo murmullos, enjaulados en la cabeza, rebotando contra los tímpanos, mientras el estómago puja los partos de los bebés que no escuchamos llorar y los ojos contienen, como pueden, si pueden, las ganas de explotar. Apenas caminamos unos metros, entre árboles, por esas calles que emergen del cuento secuestrado, del prólogo torturado, del nudo en el vacío, del final desaparecido.
Qué carajo hacemos, una manga de villeros, de negras, de putos, de militantes, de pobres, de zurdos, penetrando esas salas, superpobladas de nadie, abarrotadas de ausencia, empapadas de nada. Qué mierda hacemos en la Escuela de Mecánica de la Armada. Y dónde están ellos, los libertadores de nuestra verdad. ¿Allá? ¿Más allá? ¿Por allá? Dale, decime, por favor. Queremos darles las gracias. Y unas disculpas gigantes. Por no haber nacido antes. ¿De qué sirve ahora, copar este lugar? Ya es tarde, para todo. Menos para volver a empezar.
Uh, ¡la reunión! Apurá. Hay que llegar. Más esquinas, más calles, más árboles, más silencios, gritando. ¡Guarda! Avanza un Falcon, por el medio de la calle. Nosotros también, a contramano. Se pone blanco el cielo, las paredes grises, los troncos negros. Y nos atropella, el tiempo nos atropella, nos hace mierda. Pero seguimos de pie. Vamos.
Qué pasó. No pasó nada. Pasó de todo. Da miedo, mucho miedo. Escuchá, la voz del Ángel Rubio, ahí, en el marco de la puerta, en el vidrio de la ventana, en la arquitectura de los pasillos que parecen pensados para hacerla retumbar. Duele, cómo duele, ver a los pibes ahí, con sus pelos descontrolados, sus barbas desobedientes, sus sueños despiertos. Arden los poros, las pupilas, la garganta, que ya no puede más. Y no se escucha nada. Será más allá.
Cada veinte segundos, una imagen del pasado nos detiene. Nos pide documentos. Nos mira con desprecio. Nos intima a seguir. Todo es tan lindo, tan verde, tan natural, que algún gringo podría proyectarse trotando por esos senderos, haciendo un picnic, tomando sol. Nosotros, no. No podemos caminar, ni respirar, ni olvidar. Apenas, vamos empujando, haciendo fuerza contra el viento del horror y la marea del dolor. Pero allá, lejos, al fondo, hay una luz. Y acá, hay un guarda, tan humano y tan distinto a los soldados uniformados que, por un segundo, la escena toma color, rompiendo el eclipse de los blancos y los negros que nos impuso el terror: “Por ahí, amigos, hasta el fondo, llegan a la Casa de la Militancia”.
Nos erizó la piel, como ahora que lo escribimos, ahora que lo leemos y ahora que lo volvemos a leer: ¡Chupala, Massera! Los pibes, la bronca, la resistencia, acá nos ves: somos locales otra vez. Sin darnos cuenta, aceleramos el paso, como esos atletas que caminan rápido en los Juegos Olímpicos, agitando el culo, para no denunciar que están corriendo, porque se no puede doblar las rodillas, ni aceptar la derrota contra el viento, cuando el cuerpo se vuelve el motor del sentimiento, o si no miren qué rápido estoy escribiendo, y díganme cómo hago para meter un punto ahora, cómo poronga me detengo en la carrera rota o en esta misma nota, si me están arrastrando de los cojones, los que tampoco doblaron las rodillas, los que igual cantaron canciones, los que murieron por las villas, los que soñaron liberaciones, a 30 mil revoluciones… ¡Llegamos, mierda!
Gracias, Rodolfo, por aquel grito liberador, que ahora derrumba la ESMA y la cambia de color. Atrás los grises, van emergiendo voces y matices, desde el Centro Cultural Haroldo Conti, hasta las Abuelas de la Gloria y las Madres de la Historia. Junto a ellas, nos esperaban, sí, los HIJOS de la Memoria. Y de pronto, nos abrazaban. Ojalá nunca lo sepan: nuestras piernas temblaban.
¿Qué hacemos acá? ¿Qué hacemos soñando acá? ¿Qué hacemos soñando una revolución acá? Nada nuevo. Hacemos lo mismo que sus papás, tomando la casa de los que no volverán nunca más. Y lo mismo que esos pibes, cuando las leyes de nulidad parecían el punto final. No por nada, dijimos que sí, que iríamos a esa reunión con HIJOS, porque hace más de ocho años, cuando nuestro colectivo no existía, ya sentíamos orgullo el 24 de marzo, en la marcha de la vida, sólo por caminar cerca de esa columna quilombera, que en la puta vida bajó su bandera. Dijimos que sí. Y creímos que todo terminaba así. Pero no. La historia, ahí, recién empezó.
De la alegría de vernos, un mate se hizo termos. Y cuando el último chilló, sólo quedaban esquirlas del miedo que nos recibió. Hablamos de los juicios a los genocidas, de la ley de Medios Gráficos, del archivo de la Memoria, del triunfo de la historia. De sus desafíos y los nuestros, desde nuestra humilde redacción de Zavaleta, cuna de nuestra identidad. Y de ninguna electricidad. Se hace difícil, cada cierre, porque las bajas de tensión nos hacen perder la edición, cuando no la inspiración. “¿Y si arman una redacción acá?”.
Nos miramos las miradas. Nos reímos de las risas. Nos abrazamos a los abrazos. Y cuando abrimos los párpados, estábamos en la villa. No pregunten cómo desandamos todos esos kilómetros de historia que recorrimos al entrar, ni cómo nos despedimos, ni qué colectivo tomamos. Pero de pronto, estábamos ahí, reunidos en la asamblea de La Poderosa, redactando juntos una carta para HIJOS, que formalizara el pedido de la sala, sin hacerlo explícito, porque sentíamos que más no les podíamos pedir. Simplemente, entonces, expresamos nuestra admiración y, como respuesta, nos propusieron otra reunión.
Nos gritamos los gritos. Nos alegramos por la alegría. Nos ilusionamos de la ilusión. Y cuando abrimos los párpados, estábamos en la ESMA. No pregunten cómo desandamos todos esos kilómetros de historia que recorrimos la otra vez, ni cómo los saludamos, ni qué colectivo tomamos. Pero de pronto, estábamos ahí, reunidos en la casa de HIJOS, leyendo juntos una carta para La Poderosa: “Leímos lo que mandaron, en asamblea. Y nos emocionamos: a sus hermosas palabras, les damos un rotundo sí, que aunque vaya en papel, contiene un gran abrazo colectivo”. El resto de la carta, de las cartas, lo guardamos, para nuestros corazones, para siempre.
Atrás, a todo color, llegó el mes de la juventud en la ESMA, donde participamos en las 9 mesas de debate, con organizaciones de todo el arco político. Y llegaron, también, las jornadas de trabajo voluntario para refaccionar nuestra nueva sede, no como sustituto de la redacción en Zavaleta, sino como un necesario espacio físico, que de físico no tiene nada: es un abrazo de los tiempos, entre la pesadilla de una generación y los sueños que sembró su rebelión.
De golpe, nos encontramos saliendo de la vieja Escuela de Mecánica de la Armada, como si acabáramos de entrar a la primera reunión. De adentro hacia afuera, no hay grises. Se siente la llovizna, pero no se va el sol. Y por fin, con el viento a favor, liberamos los gritos, para lanzarnos a correr, entre los árboles verdes que airearon la esperanza, cuando el dolor nos agujereaba la panza. Ahora más que nunca, nos van a tener que oír: somos garganta de 30 mil.
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