13 diciembre, 2012
,

Somos nosotros

100% grosos.

Querido amigo,

Qué loco, Ale, escribirte una carta tan atrevida, así, con la mirada partida, las patas sucias y el estómago apretujado, como si fueras un exiliado. Qué zarpado, guacho, escribirte una carta así, en carne viva, tan íntima, tan priva

da, tan personal. Te prometo que no te hará mal.

Habrá muchos, ahora, seguro, acá, mojando la puntita del pie en estas líneas, para ver si no están muy frías. Qué emoción, dejarlos entrar sin carnet, ni revisación. Capaz, a esta altura, ya estén zambullidos en la intimidad de nuestra amistad, tan sólo por el morbo de saber que te voy a decir la verdad. Delante nuestro, cumpa, de las páginas que parimos, de la revista que abrimos, del editorial que compartimos, deben estar muchos, atrapados, intrigados, esperando qué mierda digo, después de tanto preparativo. Qué egoísta entonces, meter esta carta en un sobre. Vamos a dejarla abierta. Para que se roben el cobre.

Despreciándonos, deben estar aquellos que no te veían por el pasillo, cuando jugabas en el patio del conventillo, aunque la lluvia dijera que no, la noche que tu vieja te abandonó. Nadie supo del insomnio esperándola, ni de tu ingenuidad, ni de esas conjeturas tan sabias para un hombre de tres años de edad. Privados de mirarte, se perdieron de admirarte, como vos admirás a tu viejo, que hizo lo que pudo, como pudo, hasta donde pudo. Y hasta donde la leucemia se lo permitió. Invisible andabas, de la cabeza a los pies, como lo elegiste años después, merodeando la zona encapuchado, para que ningún vecino pensara que Rodolfo Irineo Fernández estaría decepcionado.

Leyéndonos, deben estar aquellos que te vieron, cuando tu viejo no te encontró. Porque extrañaba tus sonrisas, pero vos no querías palizas. Y entonces, te mandaste sólo, a conocer esa calle que aceptaría tu adopción, cuando los fantasmas demoníacos reemplazaron a los Caballeros del zodiaco, de tu vieja televisión. Armaste tu nido en un barco abandonado, como un niño perdido, sin brújula, ni hora, escapando del tiempo y “la usurpadora”, una simple mujer que conoció a tu padre y lo quería querer. Alto atrevido, escondido en el puerto de La Boca, con el alma rota, amarrada a la orilla. Naufrago, a los 11, asomado en la ventanilla.

Espiándonos, deben estar aquellos que simularon no verte, cuando te abrazaste al cajón del único tipo que te movía el timón. Aquellos que ni pispearon la mirilla, cuando caíste en la villa, intentando cumplir un contrato con tu padre, en la 21-24. No pudiste seguir en la casa de la tía, tras la ráfaga de aquella melodía sin horario, que el tiempo grabó en tu vocabulario: pim pum pam. Algún choreo, algún faso, la bronca y el odio, paso a paso. No cualquiera resiste el asesinato de dos amigos a un metro de distancia, con apenas 14 escalones de infancia. Cuánto duelo, habiendo despegado tan poco del suelo.

Analizándonos, deben estar aquellos que te conocieron, cuando andabas en Acoyte con los trapitos, para darle el ejemplo a los pibitos, aunque a las seis de la tarde salieras de shopping, a comprar maconia para escapar un rato de la soledad y de la vida de mierda que te ofrecía la sobriedad. Y aún así, te parabas de mano a la adversidad, dándoles cátedra a todos los ignorantes que quisieron estudiarte desde una universidad. Junta de ranchada y militancia callejera, sirvieron de tijera para cortar la enredadera. Quienes pasaron un día o una vida, en una asamblea poderosa. Quienes creyeron mejor otra cosa. Quienes te convidaron un mate. Quienes pecamos de altanería. Quienes pusieron el cuerpo por tu internación. Quienes te dieron su corazón. Quienes alzaron tu pancarta. Quienes escriben esta carta. Quienes, sin motivo, levantamos la voz. Todos y cada uno, cuánto aprendimos de vos.

Conociéndonos, deben estar aquellos que creyeron conocerte, cuando el paco te puso maldito. Ni siquiera habías aprendido a usar el pito. Pero te volviste la amenaza para cualquier abuela que, de haberlo sabido, se hubiera conmovido con tu santo rencor por no haber podido terminar la escuela. Puta secuela, la explosión hecha rabia, cuatro años durmiendo en el Parque Rivadavia. Quien no habló entonces, que ahora se calle. Hubiera venido cuando mangueabas en Lavalle, perdido en la gilada, para poder fingir que el mundo no era una cagada. Uno te daba bronca y otro te daba vino… Vos eras un nene, mirando la tele en la vidriera de Garbarino.

Celebrándonos, deben estar aquellos que vitorearon tu éxito, no cuando te pintó el bajón, sino la tarde gloriosa que llegaste a un estudio de grabación. ¡Al carajo los moralistas que te soñaban en la lona! Cuando todos te sacaron la mano, te levantó Maradona. Apenas llegado a la revista, fuiste el prócer de nuestra mejor conquista. Armamos las preguntas, arremetiste con huevo. Y caíste en la casa del Diego. Tanta emoción hubo, que terminaste chorreándola en el programa de Víctor Hugo. Y entonces sí, parecía el final feliz. Se alumbraba el mañana, mientras tu ego trepaba a una montaña, con la vehemencia corajuda de los que nunca pidieron ayuda. Creímos que nada te vencería, “pase lo que pase”. Ahí, perdimos nosotros. Y ganó la pasta base.

Padeciéndonos, trazo a trazo, deben estar aquellos que sufrieron tu fracaso. Alta teoría, la década del 90 y sus utopías, entregando la niñez y los paradores de día. Uno y mil compañeros, que están o se fueron. Uno y mil operadores, que ganaron o perdieron. Uno y mil, se indignaron por los portazos, los rechazos, los palazos. Y la exclusión que genera todo eso, porque no cualquiera se rescata en el CE.NA.RE.SO. Había que estar listo para no volver a consumir, cuando volvía uno y traía para compartir. Entonces, no funcionó. Ni por rastrero, ni por vago: “Yo digo que no, ¡pero díganme cómo hago!”. Sin solución, vino otra decepción, con la mudanza a la redacción, entre las compus, sobre un colchón. No faltaba lugar, ni faltaba corazón. Faltaba un centro de rehabilitación. Porque tu trabajo y tu voluntad, puso a tus pies a los propios transas, con su humanidad. No te vendían y te trataban de tarado, porque te querían rescatado. A todos nos arruinaba verte arruinado.

Alentándonos, deben estar aquellos que siempre te acompañaron con optimismo, sabiendo que lucharla o rendirse nunca da lo mismo. Deben sentirse orgullosos, en estos momentos hermosos. Porque ahora estás ahí, hermano, estás ahí, sacando pecho, soñando un techo, sin verte atorado, ni gobernado. Hasta un poco enamorado, internado en ese punto de partida, que tan bien llamaron “Camino de vida”. Cuánta alegría, en la rebeldía. ¿Y qué más podemos pedirte? Si nos estás dando todo, cuando elegís no rendirte. Te cansaste de nadar contra la corriente, en las aguas espesas de la niñez independiente. Y un atardecer, de esos que nunca debieron suceder, te paraste a pensar el mundo desde arriba de un puente, en la Avenida Garay, detenido en la angustia de lo que hubo, en la bronca de lo que hay. Pero entonces volvió tu viejo, para recordarte que sos grande, pendejo. Por fin, entonces, ahí mismo, le diste la espalda al abismo. Y una ilusión al mundo entero: si vos pudiste desamarrar aquel barco, sin capitán, ni timón, ni marinero, ¡el que no rema es un pajero!

Qué loco, lector desconocido, escribirte una carta así, con la mano lagrimeando y la palabra de Alejandro acompañando, para que no mires su vida desde una patrulla, sin entender que la nuestra es la tuya. Qué zarpado, lector amigo, escribirte una carta tan atrevida, así, en carne viva, tan íntima, tan privada, tan personal. Te prometo que no te hará mal.

Relacionadas