* Por Vanina Kosteki.
Mi hermano era un artista, ése sí que era un artista, dibujante y escritor, un luchador con portación de poesía. Tirando trazos, disparando versos, cursó en dos escuelas con orientación artística, donde pasó infinitas horas pintando, guitarreando y cantando folclore. Todos los días, a cada rato, entre sus tareas habituales, Maxi iba librando sus propios combates culturales. Y escribía, escribía mucho, porque sentía que la victoria venía por ahí: “La mejor pelea se gana con palabras”. Tranquilo, con la paz de los honestos, trataba de evitar los conflictos innecesarios y jamás me dejaba sola, nunca, porque éramos muy unidos. De hecho, nos mandaban juntos a todos lados y compartíamos grupo tanto en el club como en la iglesia, entre tantas otras cosas, como aquella última vez, en aquel cumple de mamá. Mi hijo de 14 años tenía apenas 8 meses y volaba en los brazos de mi hermano, que solía levantarlo para agitarlo con esa energía de los tíos que zamarrean a sus sobrinos, mientras las madres nos ponemos nerviosas. Me parece estar viéndolo ahora, ayer, mañana. Cómo no, lo estoy viendo ahí, ese último día, tan joven, tan vital, tan feliz, ahí, jugando con sus siete sobrinos, disfrutándolos a pleno. Bien podría decir que aquella imagen contiene mi último recuerdo, pero se trata de un recuerdo vivo, activo, vigente, porque nuestro gran sueño era compartido: queríamos ser grandes artistas y recorrer todo el mundo a la par, publicando cuentos para chicos, escritos a dos manos e ilustrados con sus dibujos… ¿Qué siento? Que lo extraño, que lo siento, que lo siento mucho. Y sí, me resulta imposible dejar de pensar cuántas cosas podríamos haber compartido, si no me lo hubieran arrebatado, pero de algún modo las seguimos compartiendo y, de algún otro modo, no es cierto que hayan podido arrebatárnoslo. Pues si ustedes me preguntan quién fue Maxi, yo les diría muchas cosas, pero hay una que les diría primero: Maxi fue un gran compañero.