16 diciembre, 2016
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«Seamos Kevin, que lo demás no importa nada»

* Por Antonio Manco,
director de «Ni un pibe menos»

Desde la noche que pisé Zavaleta, nunca más volví a caminar sobre los mismos zapatos. Ni sobre el mismo planeta. Cambiaron mis zapatos y cambié yo, en ese orden, porque el barro parece mansito, inofensivo, pero se va metiendo sigiloso por los ojalillos de los cordones, para después deslizarse por el buzón de las uñas, hasta embarcarse en las venas y pasmarte el corazón. Ahí se grabó mi película y también ese grito que me terminó de embarrar el alma.

 

Gracias al Festival de Cine y Derechos Humanos de Nápoles, aterricé en Buenos Aires a mediados de 2013, enviado por un mes, para intentar registrar la historia de La Garganta, que ya por entonces retumbaba en el sur de Italia. Pero una semana después, algo cambió, el mundo cambió, mi vida cambió: mataron a Kevin. Y yo estaba ahí, en su plaza, en su barrio, en su sonrisa. Ese mes duró tres años. Y ese día dura todavía. No me transformó como director, me transformó como hombre, me transformó como niño. Me hizo menos peor, me hizo más poderoso. Me hizo latinapolitano.

Yo pensaba filmar la vida de los Hombres Nuevos y Mujeres Nuevas que volvieron a poner en marcha La Poderosa, para que nada detuviera los sueños del Che. Nadie me habló de Nenes Nuevos. Ni mucho menos de sus pesadillas. Kevin estaba vivo, disfrutando el Día del Niño, cuando bajé del avión. Era el presente y el futuro que vine a contar. Ninguna historia. Ningún tiroteo con armas de guerra. Ninguna zona liberada. Ninguna bala. Ninguna impunidad.

No era nadie. Nadie es nadie. Lloré muchas veces escribiendo y escribí muchas veces llorando, una oración sin guión, un documental indocumentado, una película que debió ser ficción. Pasé la navidad con sus hermanitas, pasé las oraciones con sus vecinos, pasé su cumpleaños con los abuelos. Pero no pasé, me quedé ahí, encastrado en el trípode, mirando las noticias que no estaban en el noticiero, escuchando las voces que no estaban en la radio, aprendiendo una técnica que la escuela de cine no me enseñó: vomitar. Me volví militante. Me volví parlante. No me volví más.

Había escuchado hablar de abusos policiales, de malditos bonaerenses, de violencia institucional. Pero no, eso no, la Prefectura huyendo por un pasillo libre de ambulancias, para volver dos horas después a robar la casa a la hora de las pericias, no lo había escuchado nunca, ni en la garganta de Stanley Kubrick. Sólo entonces, conocí las asambleas villeras y los mandatos de Rodolfo Walsh, que se volvieron los míos también: el cine es libre o es una farsa. Y ahí sí, pude encontrar tantas empresas dispuestas a financiar el rodaje, como cadenas televisivas dispuestas a cubrir el caso. O sea, me volví un artesano visual, para la sutura del tejido social, en la feria americana de la información ilegal.

Hace un mes, en el marco del Festival DOCA, 660 espectadores llenaron la sala principal del Gaumont, rodeado de todos sus vecinos, que usaron al cine en defensa propia. Ni uno menos. Cuando terminó, me tocó decir unas palabras, pero no me pregunten cuáles, porque no tengo idea. Sólo recuerdo que volví a respirar, cuando la tía del enano me vino a decir: «Después de tres años, esta noche volveré a dormir». Pues hoy escribo estas líneas desde Cuba, para contarles cómo un grito que no debía llegar ni a la sala, hizo temblar a todo un Festival, rebotando entre directores que buscan premios y películas que buscan justicia. Pero sobre todo acá, entre las tripas que me revuelven el silencio.

No lo conocí, no lo escuché, no lo sentí, como la mayoría de ustedes, pero puedo conocerlo, escucharlo y sentirlo, cuando pienso en cualquier niño de cualquier barriada de cualquier país, fusilado a los 9 años, porque ahora tengo un sobrino que no pude ver nacer, un tesorito que llegó cuando no estaba en mi tierra, por estar en mi barro, pensando en él, que también es un bambino, que también tendrá 9 años, que también cambiará este mundo…

Y que también se llama Kevin.

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