26 enero, 2017
,

UN GRITO PODEROSO

*Por Gabriel Michi. Periodista. Compañero y amigo de José Luis Cabezas. Autor del libro «Cabezas: Un periodista. Un crimen. Un país».

 

 

“¡Cabezas, presente!”, comenzamos a gritar. Un reclamo que nos salía desde las entrañas. Casi irracional. Pero más racional que nunca. Acabábamos de despedir a nuestro compañero José Luis Cabezas. No lograba sobreponerme del impacto de haber visto con mis propios ojos lo que los criminales más despiadados le habían hecho a mi amigo y coequiper en esa cava siniestra de General Madariaga. Nadie me lo vino a contar. Presencié las consecuencias de la barbarie. Y esa terrible imagen jamás se borrará de mi mente. Ahí estábamos, tres días después, clamando “¡Cabezas, presente!” en el cementerio de su Avellaneda natal. Ese grito nos recordaba aquellas marchas por los 30.000 desaparecidos que dejó la salvaje dictadura militar. Pero ahora estábamos en democracia… Y habían asesinado a un periodista por el simple acto de mostrar la verdad, en este caso, a través de su cámara fotográfica.

 

Hace dos décadas, con José Luis recorríamos las playas de Pinamar buscando datos, información, testimonios, historias. Lo hacíamos para la revista Noticias, en las temporadas de verano, porque era donde nos tocaba trabajar juntos, haciendo todo tipo de notas: políticas, de información general, de modelos, deportes, turismo aventura. Pero obviamente había notas que disfrutábamos más, como las detectivescas, casi de investigación. Además, nos conocíamos a la perfección. Sabíamos de los humores del otro. José Luis era un tipo divertido y bastante cabrón cuando se enojaba. De vez en cuando nos peleábamos pero duraba un ratito y enseguida estábamos disfrutando de nuestra compañía.  

 

En el tiempo que laburábamos juntos éramos testigos y narradores escépticos de ese cóctel entre poder y frivolidad que el menemismo había inventado en el balneario más exclusivo de la Argentina. Y, con esa mirada lejana de aquellas mieles que seducían a nuevos ricos, políticos corruptos y empresarios inescrupulosos, muchas veces custodiados por ex represores de la dictadura o policías-delincuentes, investigamos y descubrimos algunos de esos pliegues ocultos del poder. Así llegó la pesquisa que hicimos sobre el empresario más enigmático e influyente de la Argentina por aquellos años 90: Alfredo Yabrán. Y llegó la foto más famosa. La que, en parte, le costó la vida a José Luis. La que le puso rostro al “hombre invisible”.

 

Después sobrevino lo terrible. Y el reclamo colectivo de justicia, de los periodistas y de la sociedad. El “¡Cabezas, presente!” hizo sucumbir a las altas esferas y puso al desnudo ese país oculto: el de un empresario con vínculos con los poderes Ejecutivo (con Carlos Menem a la cabeza), Legislativo y Judicial, con las Fuerzas Armadas, con las Policías, con los servicios de Inteligencia, con la Iglesia, y con sectores del sindicalismo y los medios de comunicación.

 

Pero no sólo eso, también se probó que en el crimen de Cabezas se conjugaron los peores males de la Argentina: empresarios dispuestos a todo con tal de conservar su lugar y su impunidad, rodeados de ejércitos privados formados por ex represores de la dictadura, que también se relacionaban con miembros de la “Maldita Policía” que –bajo el amparo de las “zonas liberadas”- contrataban delincuentes comunes para distintos crímenes, y que a su vez, además de ser la mano de obra sucia de esos uniformados, desarrollaban tareas con punteros políticos y como barrabravas de clubes.

 

Toda esa cadena conjugada para asesinar a un fotógrafo. A un trabajador que llegaba con lo justo a fin de mes con su sueldo. A un laburante, de origen bien humilde, un perfeccionista que buscaba cómo mejorar su trabajo y su fotografía día a día. Él podía resolver temas que tenían que ver más con los trabajos de los reporteros gráficos, es decir, bien de batalla en las calles. Le encantaba todo tipo de fotos pero tenía un gusto especial por las de ballet, tiene toda una producción, las bailarinas están como flotando en el aire.

 

Siempre me sorprendió su capacidad de convencimiento a los entrevistados para hacer lo que él quería que hicieran. Una que ilustra bien eso es Ernesto Sabato con el fondo de una pintura muy naif, bastante distante de la personalidad de don Sabato y que lo hizo en plena plaza San Martín, con los tribunales de Buenos Aires y la gente pasando por allí. Ese tipo de foto sólo la podía conseguir José Luis.

 

Hincha de independiente igual que yo, por tradición familiar. Se crió en Sarandí, vivió casi toda su vida en Avellaneda junto a sus padres, después se mudó a Capital Federal y en el momento que ocurrió el asesinato vivían en un departamento en Palermo con Cristina y su hija menor, Candela de 5 meses, y los fines de semana los pasaba con los dos hijos del primer matrimonio que son Agustina y Juan. Hoy, Candela tiene 20 años y medio, Agustina 26 y Juan por cumplir 25. Era un hombre que se desvivía por su familia, por su mujer y por sus tres hijos. Un gran tipo y un amigo entrañable.

 

De un lado, un universo vinculado al poder y al crimen. Del otro, un universo relacionado con el trabajo y la búsqueda de la verdad. Ambos universos chocaron. Se llevaron a uno de los nuestros, a José Luis. Pero nunca lograron apagar su cámara. Se multiplicó por miles en cada uno de sus colegas reporteros gráficos. En cada “camarazo” en su memoria. En cada click que patentaba el rostro de sus homicidas.

 

Pasaron ya 20 años de aquel 25 de enero de 1997. Y, como digo en mi libro “Cabezas: Un periodista. Un crimen. Un país”, a nosotros nos duele su ausencia. Pero a ellos, sus asesinos, les duele su permanente presencia.

 

Por eso seguimos gritando, como el primer día, “¡Cabezas, presente!”. Y lo hacemos desde las entrañas. Desde la búsqueda de la verdad y de la justicia. Desde la memoria colectiva. Desde una incontenible e irreductible “Garganta Poderosa”.