* Por Francisco Valdez Triana,
hijo de Javier Valdez, cronista mexicano asesinado en Sinaloa.
Te escribo estas líneas de la forma más bella que puedo, padre, para decirte cuánto te amo y cuánto te extraño, mientras recojo mi alma hecha pedazos. De sólo recordarte, se me hace pequeño el corazón, pensando tu rostro tierno y desgastado, ese sombrero y esa mirada que necesitaría volver a ver, una vez más. Tus palabras y tus fuertes pasos siguen retumbando en la casa, aunque falte tu sorbo de whisky, aunque me falte tu abrazo. Y aunque me falte tanto.
Tu valor, tu trascendencia, tu fulminante uso de la verdad. «Que nos maten a todos, si ésa es la condena por reportar este infierno», gritaste bien fuerte, poderosa garganta mexicana, cuando Miroslava se transformó en la quinta periodista fusilada en dos meses, tan consciente de tu compromiso como del riesgo que corría tu vida. Y sí, te mataron nomás. ¿Qué decir ahora?
Gracias, papá.
Y me quiebro, claro que me quiebro, ante tu sonrisa me quiebro, para que se vuelva la mía. Tal vez muchos no sepan que, además de notas, escribías poemas. Y yo intentaba imitarte, sólo para que los leyeras, sólo para que me dijeras qué chingones te parecían, sin importar cuán malos fueran. Pues ahí estaba tu misión, incentivar los sueños y los horizontes, los míos y los de todos. Por eso ahora, mientras allá saludan a los trabajadores de la comunicación y aquí marchamos por la libertad de expresión, abro esta carta para que todos lean tus libros, que son los gritos de tantas madres, padres e hijos incinerados por este infierno que vive México, tierra que dignificaste con tu oficio, con tu vida.
Y con tu muerte.
Hace dos meses, festejábamos juntos tu primera mitad de siglo, tan plenos de la alegría como te ves en la fotografía que acompaña este llanto, mientras tu rostro se va espejando por todos lados. ¡Debieron matarte para callarte! Y hay que decirlo: hoy eres más aclamado en el exterior que aquí, porque sí, nuestro país está hecho ruinas.
Hace dos semanas, llorábamos tu cobarde asesinato y hoy ya somos pocas las personas que protestamos por ti, como por muchos otros, todos esos muertos que se llevaron tu voz, tus lágrimas y tu oxígeno. Hombres y mujeres anónimos que para ti tenían nombre y apellido, simplemente por haber nacido seres humanos. ¿Y cómo no lamentar que tantos no puedan conocerte? No cupieron, ni caben, ni cabrán ese corazón, ese coraje y esa dignidad adentro de ninguna biblioteca, de ninguna solemnidad, pero tu legado será un motor contra la impunidad y la falsedad amarillista, pase lo que pase, fuera como fuere.
Periodista no se nace.
Periodista, se muere.