4 agosto, 2018
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«El horror no termina nunca»

 


 

 

* Por Laura, hija de Raimundo Villaflor,
asesinado por el genocida Víctor “Lindoro” Olivera, beneficiado con la prisión domiciliaria.



Son días tristes, viejo, como tantos otros. Pero hoy, pareciera que el dolor se profundiza: hace exactamente 39 años que no nos vemos. Sin embargo, a mí me consuela pensar que vos, al menos, sí nos estás mirando. Eso le digo a Julián, tu nieto, cuando me pregunta por vos. Ya sé que no creemos en el cielo, pero me gusta que mire una estrella y te piense ahí, cuidándolo. Le explico, también, que a vos, a la vieja y a los tíos les prometí justicia.

¿Te acordás cuando encontramos a tu asesino? A estos, ni los familiares los bancan: lo denunciaron en 2008. Me enteré por una compañera de HIJOS que en un bar del microcentro me preguntó: “¿Te suena ‘Lindoro’?”. Los recuerdos de la muerte se me agolparon, como cuando pasa el tren por un puente mientras estás abajo y gritás fuerte porque sabés que nadie te escucha. “¡Claro!”, le respondí. “Es uno de los que asesinó a mi viejo el 8 de agosto de 1979, en plena sesión de tortura, al cuarto día de estar en la ESMA”. Repentinamente, el gusto del café se volvió amargo.

Salí de aquel encuentro desorientada, muy nerviosa. Fui a la casa del Sueco Lordkipanidse, referente de la Asociación de Detenidos y Desaparecidos. Puse la foto sobre la mesa. “Decime quién es”, le pedí. Me imaginé su cabeza: un tren plagado de imágenes espantosas de picana, huevera, violaciones, secuestros, armas apuntando a las sienes, Pentonaval, vuelos de la muerte, compañeros que no están. Empezó a transpirar. Fueron los 5 minutos más largos de mi vida. “¡Es Lindoro! ¡Este hijo de re mil putas mató a tu viejo!”, gritó. Nos abrazamos llorando. Vino Myriam “La Rusa” Bregman y armamos una denuncia llena de verdades.

Estos tipos, papá, no son como ustedes. Nosotros gritamos sus nombres, imprimimos sus fotos que llevamos como bandera; ellos no tenían nombre ni apellido. Hicimos una rueda de reconocimiento y logramos identificarlo. Él habló, y mucho. Contó que sólo te sacó de la sala de torturas, que le dio de comer en la boca a la tía, que estaba hecha pelota, y me nombró. “La hija de Villaflor me acusa de su asesinato. Yo no lo maté”, dijo. “La hija de Villaflor” soy yo, tu hija. La muerte, tu muerte, se me abalanzó muda, seca, sobre las heridas con las que te desgarraron vivo.

En 2010 lo detuvieron y lo largaron. Ahí me llamó La Rusa: “Cuidate, Laurita. Ese tipo está mal de la cabeza. Quiso matar a la mujer y le pegó un balazo a la hija”. Sentía terror, pánico de que estuviera ahí, agazapado en cualquier auto, en cualquier esquina. Lo volvieron a encarcelar un año después, pero el horror no termina nunca. Intento formar parte del mundo de los normales, pero me asfixio, me asusto. Y cómo sentir lo contrario… ¡Hace unos días lo beneficiaron con la prisión domiciliaria, viejo! Lesa humanidad se llama tu muerte: ésa que tuvieron que inventar, que nunca llega y a partir de la cual siempre estamos empezando de nuevo.