alumno de Sandra Calamano, en la escuela 49.
Apenas diez años tenía cuando te conocí, crecí con vos. Mis típicos problemas de niño se topaban, ya por entonces, con una increíblemente atípica vicedirectora que nos enseñaba a sentirnos bien. Pero un tiempo después, te pude conocer todavía mejor, cuando me sumé a la orquesta que inventaste, invirtiendo tu tiempo, organizando los bingos, construyendo los instrumentos. Y entonces no sólo te descubrí a vos, también descubría a Ludmila, tu hija, deslumbrándote en aquel concierto de fin de año, donde me contabas el orgullo que sentías al verla tocar el chelo. Éramos tu familia.
Y lo somos.
Como una madre de nuestra propia melodía, Sandra, musicalizabas nuestros sueños, defendiendo a la escuela pública, con el mismo amor que luchabas por los Coros del Bicentenario. Y gracias a vos, profe, yo nunca dejé de tocar, porque siempre pude seguir creyendo en mí. Fue tu culpa: vos nos impulsaste a recorrer nuestro camino, para que algún día llegáramos a ser esto que somos hoy. ¿Pero ahora? Ahora ya no puedo preguntarte si “te molesta que pase a retirar el órgano”. Y hace tres meses, que no me contestás: “Cómo no, caballero”. Hace tres meses, que suena un minuto de silencio.
Tres meses esperando que vuelvas a tocar.
Hay un recuerdo que odio, que no me puedo sacar de la cabeza, que invade todas las horas de mi vida. Y nace ahí, ese 1° de agosto, el último día que estuvimos juntos, la tarde anterior a la «ninguna tragedia» que te quitó la vida: no creo que pueda olvidarme nunca más del olor a gas. Ni que pueda perdonarme esa despedida normal, con “un saludo para Ludmila”. Cómo podía saber que ya jamás nos volveríamos a ver… De haberlo imaginado, te hubiera confesado toda mi admiración, te hubiera gritado que te quiero como una tía y te hubiera dicho que nada sería igual sin vos.
Hoy siento un vacío inmenso.
Pero a tres meses de tu partida, te sigo viendo minuto a minuto. A vos, que nos hiciste comprender que la música y la educación son herramientas del pueblo para su propia sanación. Tal vez por eso, nadie, nunca, olvidará el día que te conoció; nadie, nunca, les perdonará lo que te sucedió. Y nadie, nunca, permitirá que vuelvan a empujarnos a un colegio en mal estado, ni en Moreno ni en ningún lado. Tu escuela, tu voz, hoy es la nuestra.
Nadie, nunca, te podrá decir adiós,
Maestra.