* Por Buscarita Roa,
Abuela de Plaza de Mayo.
Desde muy jovencito, mi hijo José se levantaba temprano para enseñarles a leer y escribir a muchos chicos que vendían caramelos en la calle buscando sobrevivir; niños que apenas sabían pronunciar el nombre de la madre. Le decíamos Pepe y hasta hoy hay personas que desde Chile me preguntan por él. Lo recuerdan y lo extrañan, aunque no tanto como yo. A los 16 años sufrió una desgracia horrible: se cayó de un tren y le cortó las dos piernas. Quedó en silla de ruedas, pero no perdió la fortaleza, ni ese accidente lo hizo quedarse quieto. Iba de un lado al otro, todo el tiempo, militando con el corazón y poniendo el cuerpo. Soñaba con ponerse piernas ortopédicas y, con la indemnización que le dieron, un año después viajó a Argentina en 1973 para realizar el tratamiento.
En Chile la situación era terrible. Sentía mucho miedo, sabía que me buscaban por la militancia de José en el MIR, y además, lo extrañaba tanto que dos años después vendí cada objeto que teníamos en la casa para venir a la Argentina. La lucha por los Derechos Humanos se basa en la voluntad. José siempre me decía «la política no es mala, el tema es que hay malos políticos». Pese a estar marcado por la dictadura de Pinochet, acá siguió militando: en la Juventud Universitaria Peronista, en la JP y finalmente en Montoneros. Cuando llegó el Golpe de Estado en Argentina, lo desaparecieron junto a su compañera, Gertrudis Hlaczik, y mi nietita Claudia Victoria, de apenas 8 meses.
El Plan Cóndor continental arrasó con mi vida.
Les juro que los busqué por cada rincón, fui a todos los lugares donde podía conseguir alguna información sobre ellos y así llegué a las Madres de Plaza de Mayo, cuando sólo eran 2 o 3. Al principio estábamos solas, éramos las locas que los jueves íbamos a la Plaza a encontrarse y caminar. Luego, poco a poco la gente comenzó a perder el miedo y a sumarse a esa ronda. Muchas veces fuimos atacadas por los milicos, nos tiraban los caballos encima pero ahí estaba la gente que nos acompañaba y nos protegía.
En el 2000 pude reencontrarme con Claudia, pero no fueron fáciles los primeros tiempos. Tantos años sin conocernos, a pesar del amor, hizo que habláramos con mucha distancia. Hasta que una tarde, en una reunión familiar, ella se paró y me dijo: “Abuela, gracias por haberme buscado. Estoy feliz de saber quién soy”. Esas palabras son las que hoy me mantienen con energías para seguir luchando por Memoria, Verdad y Justicia. Ella es la que me da fuerzas. No importa cuántos años más pasen, cuánto nos ataquen, cuántos desprestigien nuestra tarea, nosotras seguiremos manteniendo la esperanza sin bajar los brazos, hasta encontrar a cada una de las nietas y nietos.