Amalia Pedro tenía la mirada cansada, lejana, perdida en una ventana que daba a los árboles que rodea la comunidad El Tráfico en Salta. A sus veinte años, siendo madre soltera, wichí, viviendo con su mamá y seis hermanos y con seis meses de embarazo, tiene muchas dificultades para conseguir un empleo formal. En su comunidad de 2000 personas, de 18 hectáreas, envuelta de calles de barro, de postes de madera, de fincas, de empresarios de las legumbres y de abandono estatal, nadie tiene laburo en blanco. Nadie. Ella no terminó el secundario; se dedicó a las changas que podía conseguir y desde que tuvo a Lautaro Mario Genaro Pedro, su nene de un año y diez meses, pudo recibir la tarjeta del Abordaje Integral de Políticas Alimentarias de Salta (AIPAS): «Con eso sobrevivo, con $300», nos reconoció.
Su nene pesaba ocho kilos y recibía 2 cajas de leche en polvo hasta el septiembre último, pero los agentes sanitarios dependientes del Hospital San Roque de Embarcación definieron que se lo tenían que sacar «porque ya aumentó de peso». Ese mismo mes en la comunidad abrieron un merendero que servía mate cocido a 50 pequeñas y pequeños los fines de semana, como «refuerzo estatal». Y adivinen qué; en diciembre cerró: «es que lo de los votos ya terminó». Así, como eso duró solo 4 meses, desde entonces el otro merendero del lugar que recibía 85 niñas y niños también se vio obligado a cerrar por falta de mercaderías. Ya desde entonces Lautaro tenía vómitos y diarrea, nadie sabía muy bien por qué.
Afuera llovía para apaciguar la seca realidad cotidiana de las comunidades linderas a la localidad de Embarcación. Amalia tenía la mirada dura, pero tímida, el pelo recogido y una blusa floreada que no acompañaba la profunda tristeza de sus labios al contarnos en detalle: «Después de estar internado tres días, le dieron el alta el 18 de enero; ‘dale de comer, leche y agua’, dijeron. Pero el 21 lloraba y no tenía ganas de comer nada, por eso fui a una salita en Los Blancos, en el chaco salteño, y de ahí me derivaron al Hospital Coronel Juan Solá, de Morillo», explicó.
Lautaro, en vísperas de su segundo añito, tenía sondas y lentamente empezaba a rechazar el suero. Había pasado por tres instituciones de salud pública y por las manos de los agentes sanitarios; por las narices del Estado. Vivía en una comunidad donde las mujeres trabajan una semana por una cartera artesanal hecha de «chúkhaj» y por eso les dan azúcar o $200 y donde a los varones les pagan con algunos pesos por su mano de obra de albañil o por juntar leña. Ahí en El Tráfico, a diez minutos de Embarcación, donde se huele y se toma los restos del ingenio azucarero San Martín, cuyos desperdicios terminan en el Río Bermejo que luego circula por sus precarias cañerías de agua; ahí mismo nos encontramos con la mirada de Amalia: «Mi changuito ya no aguantó más».
Silencios como respuesta. Mientras tragábamos saliva para seguir preguntando, nos atragantamos del asistencialismo constante e histórico en estas comunidades. «Es malo lo que dice la ministra. Los más chicos siempre los necesitan, esto no debe pasar otra vez. No es que ‘no es de hoy’ y que ‘los chicos mueren en esta época’; necesitan apoyo», comentó acerca de los dichos de Josefina Medrano, ministra de Salud provincial. «Somos indígenas, sí, y por eso no le importamos a nadie», agregó. Y nos cuesta, como leerán, retratar en palabras el fallecimiento por desnutrición y deshidratación porque no hay oraciones posibles para describir la vida que le dieron a Lautaro y menos para detallar su muerte: «Estábamos yendo de Morillo al Hospital de Orán por la gravedad de mi hijo y en plena Ruta 81, a la vieja ambulancia le falló el motor y se detuvo», cuenta Amalia, tranquila, y siguió susurrando, como añorando un poco de paz: «El enfermero me dijo que le dio un paro cardíaco, yo estaba llorando. Lo veía a mi hijito lindo… Estaba quietecito, nomás».