Ayer murió otra niña wichí, tenía 5 años y fue por deshidratación: es la séptima que fallece por malnutrición, pero las muertes son muchas más y jamás salen en los noticieros. Estaba siendo atendida en el Hospital Santa Victoria Este, en el chaco salteño; llegar a esas instituciones suele ser complicado porque hay que atravesar el camino del abandono estatal. Cinco siglos igual. Por eso gritamos desde la Salta más olvidada; para conocer en primera persona cómo se vive.
Y cómo se sobrevive.
Leda Kantor, antropóloga de Tartagal, cuenta acerca de las comunidades del Kilómetro 86, donde conviven los Chorotes, Wichí y Qom: “El problema es que el gobierno y los terratenientes no respetan la Ley 26.160 que protege las tierras originarias que proveen de alimentos y medicinas ancestrales a estas personas. Desmontan absolutamente todo, los rodean de soja y los llenan de agrotóxicos”. Además de la falta de transportes para llegar al Hospital de Tartagal, la barrera idiomática y cultural es muy dañina, ya que las y los facilitadores no cuentan con la legitimidad de las comunidades: “Debería haber traductores en las instituciones públicas. En el hospital, luego de esperar horas y de que muchos viajen hasta 35km en camino de tierra, los tratan con discriminación, ejercen la violencia obstétrica y muchas veces no entienden lo que necesitan los territorios”. Leda señala que conoce, al menos, 10 casos de cáncer y decenas de víctimas de los químicos que utilizan para la soja. “Los comedores están en situaciones muy precarias y sin los alimentos necesarios para la buena nutrición de los chicos, que ya de por sí están contaminados. No les llega carne, verduras o lácteos; solo hidratos, con suerte”, asegura Leda y la entendemos: el Estado usualmente da lo que considera y difícilmente lo que se necesita.
Entre el dolor, la angustia y la empatía, conocimos a Celia Aria, de 31 años, que le estaba dando de comer con una cucharita a su hija Priscila Pérez, de 2 años, en el hospital central de Tartagal, donde hay 36 niños y niñas en internación. Celia agacha la cabeza; le cuesta confiar porque su barriada siempre fue visitada para encuestas o para recibir migas de mercadería que nunca eligen desde las comunidades, como en Quebrachal, donde vive con su familia. Desde que su esposo enfermó, tiene que hacerse cargo sola de sus cinco hijos: “Estoy aquí porque Priscila tiene muy bajo peso, anemia, diarreas y deshidratación”, dice en su lengua. Mientras otras madres se alejan del grabador con la mirada cansada, ella comenta: “Acá está reposando, tomando leche, se alimenta bien, pero a la comunidad nunca viene alguien responsable para que esto deje de pasar”. Desempleada, hace malabares para darle de comer a su familia. Solo una vez nos miró fijo Celia, antes de seguir nuestro recorrido, y fue para confesarnos: “Ya no sé qué hacer. Ya no sé qué hacer para mantenernos”.
El Estado debe responder enseguida.
Antes que todo, agua y comida.