El 2020 nos golpeó fuerte; de un día para el otro, un fantasma empezó a tocar las puertas de nuestros pasillos para contarnos que a la normalidad desequilibrada se le podían sumar un sin fin de heridas y secuelas de la desigualdad: estábamos en una pandemia mundial y, una vez más, ¡sólo nos quedaba salvarnos en comunidad! Veníamos de una realidad naturalizada que nos había llevado a caminar suelos salteños, con nenas y nenes wichís que fallecieron por malnutrición, y en muchos rincones ya teníamos una epidemia como el dengue, que en los barrios lastima el doble. Pero con el coronavirus nos empezamos a inundar de lágrimas porque, así lo advertimos, las villas somos el otro grupo de riesgo. Se cortó incesantemente esa luz que casi nunca nos alumbra, rugieron más los estómagos, el hacinamiento fue una trampa, perdimos la escolaridad y la falta de agua nos condenó a la insalubridad.
Mientras que algunos se lavaban las manos, acá nos arremangábamos: convertimos la impotencia en resistencia y craneamos un escenario donde sembrar dignidad. Con las cocineras comunitarias a la cabeza y gracias al #ContagiáSolidaridad, servimos la comida para más de 38 mil personas por día a lo largo de toda la Argentina. Ante la falta de respuestas a nuestras pibas y pibes, que llevaban meses sin continuidad educativa, inventamos nodos digitales con el #ContagiáConectividad. De la misma manera, trasladamos la sequía de nuestras canillas, que tenía al 80% de las asambleas combatiendo la incuestionable necesidad de acceder a agua potable, al #ContagiáPotabilidad, un proyecto que nos permitió conseguir tanques domiciliarios y comunitarios para los espacios alimentarios. Las tres campañas nos salvaron la vida, sobre todo porque contamos con el apoyo de ustedes, mientras seguíamos haciendo malabares con números, poniendo el cuerpo donde había que construir y remando cuesta arriba… Demostramos algo que ya sabíamos: ¡la salida es colectiva!
Y si de solidaridad se trata, es imposible no recordar al Negro, que nos vio nacer en Zavaleta, y a la comandanta de nuestras barriadas, la imprescindible Ramona, una referenta del carajo que bancaba la parada en todas las esquinas, una leona de la Villa 31 que denunció la falta de agua, literalmente dejando la vida exigiendo urbanización. En 2020 perdimos mucho, muchísimo… pero llegando al final ganamos algo: ¡un poco de libertad! Las villeras, históricamente postergadas a la marginalidad, esperábamos con ansias este gran paso para decidir sobre nuestros cuerpos; nuestro feminismo villero pudo subrayar con verde la historia y asegurar que a la clandestinidad no volveremos nunca más. Este año de mierda seguramente lo recordemos por todo lo que perdimos, pero también por lo que aprendimos: la transformación es posible, nos acerca a un mundo más justo, siempre desde el compromiso y la unidad.
Feliz año,
¡y próspera nueva normalidad!