Intentando destrabar las sillas de ruedas del barro y buscando un laburo o nuestra escolaridad, nos preguntamos cuándo se empezarán a planificar políticas públicas que nos tengan en cuenta. Porque a pesar de tener una fecha como la de hoy, «Día Internacional de las Personas con Discapacidad», acá abajo todo nos cuesta el triple entre la desidia estructural que no conoce rampas ni inclusión en nuestras villas. Cuando ya vivimos sabiendo que las posibilidades para todas y todos no son iguales, queda claro que hay algunos temas que están absolutamente ocultos.
La actriz Julieta Díaz se sumó a nuestro grito, como mamá de Elena, que tiene parálisis cerebral: «Primero se debe respetar a los trabajadores que asisten a las personas con discapacidad, cuyos sueldos necesitan que suba el nomenclador». En ese mismo sentido, le saca la careta a la posverdad: «Algunos colegios siguen diciendo que son inclusivos y no es cierto, tampoco la Ciudad de Buenos Aires por sus veredas y sus edificios sin rampas». Acá seguimos pensando en Ramona, nuestra compañera que falleció hace siete meses por la falta de agua en plena pandemia, y en su hija Guadalupe, que siempre usó silla de ruedas y jamás tuvo en su casa las instalaciones correspondientes. Julieta, desde la empatía que la caracteriza, ve dónde está la responsabilidad: «El Estado debe asistir a todas las personas con necesidades, es un derecho. Imaginate a Ramona, sin un peso, sin agua y en pandemia. Ahora su nena debería tener todos los tratamientos. Porque una niña con discapacidad que se quedó sin madre, más otros hermanitos y problemas económicos, es muy duro».
Nuestra compañera Nadia Enrique, del barrio La Cariñosa de Rosario, padece serios problemas en los ojos por una catarata que debía haberse operado de chica y no tuvo las posibilidades: «Con lo poquito que juntamos con mi marido, me compré los lentes: ¡carísimos! Dejé de ir a la escuela porque siento que el sistema escolar no está preparado para mí, aunque sueño con terminar mis estudios». Las instituciones no incluyen a quienes no tenemos los recursos suficientes y queremos cursar, como el caso del hermano de Belén Aranda, en el barrio Rodrigo Bueno: «Madrugábamos para llegar al colegio a las 8hs. Estaba a 3 horas de distancia y todo costaba porque Jonathan sufre de distrofia muscular de Duchenne. Además, no lo trataban bien, ni siquiera lo llevaban al baño». Y otro relato que se replica de norte a sur es la falta de espacios de atención por los escasos turnos, desde Santa Cruz lo grita Analía Suárez: «Como mamá de dos niñas con hipoacusia, es complicadísimo conseguir especialistas acá. Sólo dan 10 cupos al día, tengo que madrugar, y después hacer todas las demás tareas de cuidado en casa. ¡Es muy difícil de sostener!».
No hay nada que pueda hacerse, siquiera pensarse, sin que seamos parte. Quienes tenemos una discapacidad, somos sujetos de derecho; por eso seguiremos luchando hasta que nos reconozcan como actores activos de esta sociedad y nos incluyan.