* Por Nelson Santacruz, garganta poderosa de la Villa 21-24.
Tengo 25 años, ayer voté por primera vez. No pregunten por qué no antes, más bien por qué sí ahora. Vine siendo menor de edad a este país que me abrazó y me dio la posibilidad de aprender de mis necesidades y de mis compañeros de lucha en cada asamblea del país. De ahí, de la villa 21-24 que me abrigó, mi propia identidad migrante-paraguaya me abrió los ojos de que hay cosas que no estaban bien, que lo que yo vivía y muchos otros vecinos no era «lo natural». No importaba dónde hubiera nacido, esas desigualdades son similares en toda una región aplastada históricamente por los intereses que son ajenos a nuestras ollas populares.
Entonces no tenía DNI, entonces no era el permanente, entonces no me sentía legitimado, entonces estaba enojado, entonces no me creía digno de entenderme como (también) un ciudadano argentino. Porque pesa, eh, y no saben cómo: «tienen todo gratis, no quieren laburar, nos roban el laburo, no quieren estudiar, nos ocupan las universidades, son unos negros de mierda, váyanse a su país, tomatierras, mirá cómo viven, son pobres porque quieren…». Demasiado, demasiado. Y hasta que uno, como creo que fue mi caso, llega al proceso político de entenderse parte de este país pueden pasar años.
El voto migrante está atravesado por un desconocimiento que no nos hace ignorantes. Entré al cuarto oscuro en un barrio de la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires, donde sobrevivimos los detestados, para encontrarme con que sólo puedo votar las boletas simples. De a poco, ocuparemos cada vez más espacios. Sin generalizar, claro, fuimos expulsados por el hambre de nuestros países y eso nos ubica en un «no lugar». Un no lugar donde nos dicen todo con la mirada, con la falta de derechos, con la no mención y con el constante ataque que nos repite «que no somos de este suelo». ¿Y de dónde somos? Porque allá, de donde nos echaron, tampoco somos. Por eso es que las villas, o los barrios populares, cobran un valor identitario sin precedentes. Porque nuestra comunidad nos dice que pertenecemos ahí, donde los olvidados y los «sin lugar» estamos. Laburar internamente, y colectivamente, estas ideas es invaluable: sólo puede suceder en el territorio, codo a codo. Lleva tiempo. Porque todavía las cicatrices de la migración persisten. No nos habrá corrido una guerra como a los europeos, pero sí nuestro hambre.
El voto migrante, con toda la incomodidad que generamos, es un gesto revolucionario. Y como todo gesto revolucionario, como en el que creo yo, es por abajo y con toda la humanidad posible. Para ello, #PorLaDerechaNunca. Porque ahí hierve el estigma, toda la represión que nos descarta y el peligroso sendero que está destrozando nuestra Latinoamérica. Podemos saltar en un pie, bajar arrastrados hasta el subterráneo, ir chocando por la diagonal de cualquier pasillo y hasta retroceder lo necesario para pensar. Pero ahora más que nunca, tenemos que defender acá abajo, en la villa, todo lo que nos impulsó a votar.