«Nos están matando», sonó como eco en los pasillos de nuestra ronda, en los huecos de nuestra solidaridad. Somos decenas de vecinas y vecinos que, mancomunados en la supervivencia cotidiana de nuestras asambleas, tomamos el altavoz para contar por qué, por qué, por qué, por qué y por qué nos están matando. «Yo he llegado a llorar de hambre», dijeron desde Mendoza. «Se nos quemó todo el Centro Cultural por el riesgo eléctrico», recordaron desde Santa Cruz. «Los agrotóxicos nos roban la salud», soltaron desde Jujuy. «Nuestras huertas son alternativas económicas y medioambientales», resaltaron desde La Matanza. «Las Casas de las Mujeres y Disidencias que creamos no son solamente ladrillos y cemento, somos nosotras luchando contra la violencia en las villas», resumieron desde Formosa. «Es necesario, de una vez, replantearnos el abordaje de las masculinidades villeras», exigieron desde Santa Fe.
«Tenemos que nombrarnos las tortas, las travas, las marikas y toda nuestra diversidad villera para poder expresar que existimos», gritaron desde Chaco. «Hay pibes que se están suicidando por la falta de trabajo real sobre la salud mental y el consumo en nuestros barrios», problematizaron desde Entre Ríos. «El gatillo fácil que nos asesina pone en cuestión no sólo nuestra vida sino también cómo se configuran nuestras muertes», remarcaron desde Córdoba. Y así, en la telaraña de frases y laburos políticos territoriales, se subrayó el «nos están matando», no sin antes comprender el «nos tenemos». Porque es real, acá estamos, nos tenemos.
Somos un puñado de referentes políticos territoriales, con perspectiva comunicacional, que nos entendemos contemporáneos a la resistencia latinoamericana desde nuestro sector empobrecido e históricamente subestimado. Ahí, en la llaga de los titulares mediáticos, nadamos los villeros y las villeras para marcar la agenda. Porque nos matan de todas las formas mencionadas, y de muchas maneras más nos matarán, pero la más peligrosa es la matanza discursiva a la que nos quieren empujar. Por eso, en la «Generación Villera Poderosa», este mar de negritas y negritos, no vamos a permitir la muerte de nuestra palabra. Ni vamos a bancar la tercerización del lenguaje para que sigan administrando nuestro empobrecimiento, en lugar de transformarlo.
A casi 20 años del 2001, abrazadas y acompañados por las enseñanzas de aquellos luchadores, hoy nos sentimos semillas de nuestras ollas populares urgentes. Donde no solamente calmamos los estómagos, mientras el hambre engordaba a los hambreadores, sino que encendimos la mecha más incómoda e insoportable para cualquier poder: la organización comunitaria a gran escala. Mientras lloramos todavía a nuestros 30 mil, nos secamos las lágrimas con resistencia, como nos piden nuestras Madres y nuestras Abuelas. Pronto colmaremos varios medios de comunicación para gritar que nunca más callarán las voces villeras.