Desde hace muchos años, demasiados, la historia de Colombia se escribe con sangre. Una espiral de matanza por goteo que no tiene cabida en el indignómetro de la “comunidad internacional” y ni en el latifundio mediático dominante.
Leé estos datos con atención: sólo en 2021 fueron asesinados 171 líderes y lideresas sociales. Leélo otra vez, si podés en voz alta: ciento setenta y un dirigentes populares, referentes de un barrio, de una comunidad indígena o defensores de DDHH. En apenas un año. También en 2021 asesinaron a 48 ex guerrilleros y guerrilleras de las Farc que se desmovilizaron en 2016. Desde la firma de la paz, fueron 292 las y los miembros de la insurgencia que entregaron las armas pero igualito los mataron. Y 1.286 líderes sociales muertos en estos cinco años. Además, en 2021 más de 72 mil personas fueron víctimas de desplazamiento forzado y se registraron 96 masacres. En los primeros días de este año ya van cuatro.
La violación sistemática de los DDHH se volvió política de Estado desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. ¿Las claves actuales de esta tragedia? La alianza entre la élite gobernante y el poder narco-paramilitar. Y la relación carnal entre Colombia y Estados Unidos, entre el mayor productor de cocaína del mundo y el mayor consumidor.
La garantía de impunidad multiplica la magnitud del horror.
Pero el 2021 también mostró al pueblo colombiano levantándose contra este neoliberalismo de guerra que los mata de hambre o de bala. Ahora asoman las elecciones de mayo, donde podría llegar por primera vez un gobierno progresista.
Frente a la violencia estatal y paraestatal, crece la resistencia porque, como decía una pancarta en las calles de Bogotá, “al otro lado del miedo está el país que soñamos”.
Que se escuche bien fuerte el grito latinoamericano por una Colombia diferente.