* Por Nancy López, lideresa de la comunidad wichí O Ka Pukie, de Tartagal, Salta.
A mi nietito tuvimos que llevarlo tres veces al hospital porque estaba con vómitos, fiebre y desmayos, y lo dejaron internado por un grave cuadro de deshidratación. Esa misma noche, llegó una ambulancia al hospital con un chiquito de unos pocos meses, con los mismos síntomas. Murió ahí mismo: ya es el segundo bebé que perdemos en lo que va del año. Acá vivimos comunidades wichi, chorote, toba, entre otras, y esta situación es moneda corriente, porque el agua no sale por una semana o a veces sale turbia, y los niños son quienes la pasan peor con estas altas temperaturas.
Estamos viviendo un momento crítico. Para obtener agua no nos queda otra que comprar bidones de agrotóxicos que venden las empresas fumigadoras. Los lavamos con lavandina y jabón en polvo; quizá de ahí vienen las enfermedades que nos van matando poco a poco. Cuando llueve nos inundamos y se destruyen nuestros hogares, porque tampoco tenemos viviendas dignas: vivimos en casas de plástico y chapas, y con las tormentas se vuela todo. Después de la última tormenta, mi hija y mi nieto quedaron sin techo. La gente de Desarrollo Social vino dos veces, preguntaron cosas, sacaron fotos, y no pasó nada. Nos dicen que en la página web de ANSES hay programas de vivienda, pero nosotros no contamos con acceso a Internet.
Somos pueblos originarios y estamos ligados históricamente al monte, pero hoy nos vemos sin tierra, a pesar de que somos preexistentes. Vivimos arrinconados entre las plantaciones de soja y las rutas nacionales que avanzan sobre los territorios que habitamos hace siglos. Marchamos y luchamos contra los desalojos, los maltratos y la discriminación. El hecho de que nuestros hogares sean precarios, de que estemos cada vez más en los márgenes urbanos, o de que no llegue un servicio tan básico como el agua, no es casual. No somos invisibles, estamos invisibilizados. Se están muriendo nuestras niñas y niños, y nadie hace nada.