Yo trabajé en la Embajada de Israel hasta el año 1984; luego me fui a vivir a Israel, justamente. Desde allí escuché la noticia. Al principio pensé que era un ataque menor, pero después empecé a hablar con amigos de acá que me contaron lo que había sucedido. Es una sensación terrible imaginar que el lugar en donde vos trabajabas desaparece del mapa, que gente conocida que laburó con vos se enfrentó a eso. Algunos ya no están. La mayoría, por suerte, sobrevivió.
Al día de hoy, el atentado resulta un símbolo muy extraño, que después se concatena con el atentado a la AMIA y cobra un poco más de sentido. Es una causa por la que los familiares de las víctimas lucharon históricamente, como siempre pasa en Argentina, en donde la justicia la tienen que pelear los familiares. Sin embargo, no hubo desde la Justicia ningún esfuerzo por aclarar lo que pasó. Quizás no se le dio tanta relevancia, quizás se sintió como si hubiera pasado en otro país. No puedo explicar la sensación de vacío que tengo frente a un atentado que casi que se dejó pasar. Y como se dejó pasar, después vino el otro atentado, por la facilidad con la que se cometió este, y por lo poco que se investigó. Al día de hoy, la causa por el ataque a la AMIA es muy complicada, pero hay una lucha, hubo tres juicios. El atentado a la Embajada, en cambio, es nulo. Parece que no existió. Eso es lo que siento hoy: el dolor y la nada, al mismo tiempo.