* Por Nacho Levy.
Ojalá bastara sentarse sobre la memoria y escribir una historia, como si sólo fueran las palabras, como si hubiera una efeméride, como si no sintiera el fuego. Me niego, no puedo ni quiero dejar de verla, cada vez mejor, en este monitor que tiene sus hoyuelos y que ni sé cómo nos atajó hace dos y miles de duelos, cuando galopaban unos dedos torpes por este mismo teclado mojado, intentando escapar a cualquier lugar, donde drenar el alma, donde llenar el vacío, donde vengar al dolor. O donde a lo mejor hallar agua como noticia, entre tanta sed de justicia, porque no cayó ningún rayo aquel 17 de mayo: cayeron 12 días sin agua sobre un barrio entero y reinvirtieron su dinero en silenciarlo, porque no les alcanzó maquillarlo. Nadando en lágrimas, llegamos a Olivos y a la Jefatura porteña, donde por fin recibieron a Ramona. Muerta. Ni agua, ni derecho, sólo este bruxismo en el pecho, el alma mordida, la espalda vencida y sus ojos, más allá, mirándonos. O preguntándonos para qué, si todo esto ya lo publiqué, cuando no sabíamos cómo gritar, porque nadie quería dar ese video suplicando auxilio, mientras Santilli repetía en televisión que se había restablecido la provisión y Ramo lo desmentía desde el Más Acá, abriendo su canilla para que la veas, junto a una hija en silla de ruedas que ya no tiene mamá. Y sí, «no es tiempo para la discordia», suelen decir los CEO’s de la misericordia, para que la pobreza siga siendo una cara sin rostro, de tez oscura y voz amable, sin un solo responsable. ¿Si Margarita pide comida, por favor? ¡Un amor! ¿Si una vecina exige igualdad, sin hipocresía? ¡Politiquería! Impotencia, dolor y ese grito exigiendo memoria, en primera persona…
HASTA TU VICTORIA,
siempre,
¡RAMONA!