Cartas a la Libertad, por Cristian Rovelli, estudiante de la Universidad Nacional de La Plata en la Unidad Penal N° 11, Baradero.
No todos los días son iguales. No todos los días uno se levanta pensando en cosas
importantes, pero hay veces en que uno recuerda aquello que tenía olvidado… Hace unos años me encontraba en un lugar donde el frío es tan natural como respirar, el cielo es gris a pesar de que llueve poco y los árboles están inclinados por las ráfagas de viento que vienen del mar.
La costa de Santa Cruz es irregular, escabrosa, llena de acantilados filosos a la altura de Puerto Deseado, frente a Malvinas. Había pasado una guerra, cruel e innecesaria, que peleamos a pesar de no estar en condiciones. Ese lunes me encontré ahí mismo con un antiguo camarada de armas, el “chato Uribe”, un paisano de la zona de San Julián que tenía una pierna derecha coja a raíz de una esquirla de mortero que le dio de costado.
Le pregunté cómo estaba después de tantos años que no nos veíamos y él me sonrió y, con un gesto humilde, soltó “como siempre”. Me contó que no tenía trabajo pero que no necesitaba mucho, todo lo que era importante lo tenía en su mochila. Le dije que imaginaba que eran herramientas, documentación o algún recuerdo de sus seres queridos.
–No– me dijo asombrado, y prosiguió.
–Llevo lo que me mantuvo con vida en la guerra, lo que me dio esperanza y fortaleza, lo que
representa a mi familia y mi tierra.
Por supuesto, me intrigó y le pedí que me dijera que era. Lentamente desmontó su mochila vieja de color azul, y sacó un trapo algo descosido pero hermoso: era la bandera celeste y blanca de la Argentina. Entendí lo que significaba para él y lo abracé tan fuerte, que todavía guardo la admiración en mis brazos.