«Perdí la vista pero estoy pasando la más hermosa experiencia que puede tener un ser humano: ver con el corazón», nos enseñó hace unos años. Hoy sus palabras se balancean como hojas en el otoño, coloridas, en el camino de una ardua lucha indígena.
Octorina Zamora, mujer wichí, se describió siempre como la joven de 13 años oriunda de una de las localidades más abandonadas, Embarcación, de una de las regiones más golpeadas, el noroeste argentino, en una de las provincias más patriarcales y empobrecidas, Salta. Se veía, y también la seguiremos viendo, como la niña que huyó con sus padres de la iglesia católica y evangélica porque demonizaban su religiosidad ancestral. Esa misma que jamás traicionó y que tenía a las feminidades como epicentro de su cultura.
¿Cómo no sentirnos hermanadas las villeras que tantas veces somos señaladas? Acá mismo, en cualquier rincón descartado de nuestro país, el feminismo villero se abraza a la plurinacionalidad y se hace eco de Octorina: «Para mí la deuda es con los pueblos indígenas, no con el Fondo Monetario Internacional». Es que ella supo, sabe y sabrá cómo fue caminar las rutas salteñas en los 90′, poniendo el cuerpo y tantas carpas como fuesen necesarias para que atiendan los reclamos de todos los pueblos originarios. Solo ella conoce cómo llegó a Fidel Castro, por ejemplo, para que su hija y varios compañeros más fuesen becados por Cuba y así ser los primeros médicos wichís en 200 años. Y con ella, la matriarca de nuestro norte, también se va un faro de la Ley 26.160, siendo una de las tantas que se plantó frente al Congreso de la Nación para la prórroga de los artículos que protegen a las tierras de todas las comunidades contra la carroña empresarial.
«A las 5:36, Octorina i leiyejh hohnat, dejó la tierra», anunciaron sus familiares ayer. Pero el luto necesario no se sintetiza en un repaso de su vida sino en las luchas feministas más grandes en lo territorial, como cada vez que denunció los femicidios de las mujeres wichís. De las veces que se encadenó porque no oían sus gritos. O cuando este mismo año, antes de exhalar su último aliento, acompañó 30 denuncias de mujeres víctimas del «chineo», esa práctica común de los criollos que consiste en cazar jóvenes para violarlas y que Octorina siempre categorizó como violaciones sexuales en grupo atravesadas por el crimen racial, «de ninguna manera por una cuestión cultural».
Defensora de la tierra, portadora de una ancestralidad subestimada, Octorina dejó las huellas concretas del feminismo plurinacional que construimos, basta con recordarlas y protegerlas: «Me estoy conviertiendo en árbol, y quiero ser sus hojas, y quiero ser sus flores, porque yo ya tengo las raíces y quiero defenderlas». Como siempre gritabas, desde nuestra entraña villera hoy te decimos: «¡Que el sol te acompañe, compañera!».