En los últimos años, las victorias de gobiernos de tendencia progresista en México, Argentina, Colombia, Bolivia, Perú, Chile y Brasil generaron un cambio de signo en América Latina, que parece haber dejado atrás una etapa de hegemonía neoliberal. Sin embargo, la derecha supo reorganizarse y avanza hacia expresiones cada vez más fascistas que amenazan las bases del sistema democrático.
Los discursos de odio, las denuncias de fraude y el lawfare son estrategias de una derecha envalentonada y organizada, que aprendió a tolerar las derrotas en las calles y en las urnas y llevar la disputa a los lugares en los que se siente más cómoda: los medios de comunicación, las fuerzas de seguridad y el Poder Judicial. Golpes de Estado en Bolivia y Perú, intentos de magnicidio en Argentina y Colombia, tomas de sedes públicas en Brasil; jamás la democracia sufrió tantos ataques tan directos en el siglo 21.
Las ideas fascistas penetran entre las fisuras que deja el campo progresista: divisiones internas, falencias en la gestión, crisis económicas y falta de voluntad política para llevar a cabo reformas profundas. De fondo, dos amenazas cada vez más concretas: la crisis climática, que se traduce en incendios y deforestación, y el avance del narcotráfico, que toma de rehén a las poblaciones originarias, campesinas y empobrecidas.
La mayor esperanza, como siempre, reside en el pueblo, ese pueblo originario, campesino, villero, que frenó a la derecha en Bolivia, en Colombia y en Brasil, que clamó por una nueva Constitución en Chile y que hoy vemos en las calles de Perú exigiendo la destitución de Dina Boluarte. La derecha insiste,
¡pero el pueblo resiste!