* Por María del Carmen Esther Gutiérrez,
jubilada del barrio Fátima, Villa Soldati.
Hace un año, los seres humanos en situación de jubilación venimos sobreviviendo a la Reforma Previsional del Estado, un saqueo criminal que primero fue negado y después invisibilizado. Cualquiera lo puede ver, pero si no lo quieren entender, vengan a mirarlo desde abajo, porque yo debí generarme mi propio trabajo, cocinando para una cooperativa gastronómica, ¡para garantizarme algunos alimentos! Y aun así, entre todos estos aumentos, no tengo manera de llegar a fin de mes, ni de poder dormir en paz. ¿Qué más nos queda por perder? Vamos a juntarnos para las fiestas, pero todavía no sabemos si habrá para comer.
Las jubiladas, pensionados, somos víctimas del terrorismo estatal más silencioso, un mecanismo de absoluta perversión, que ni siquiera le rinde al morbo de la televisión. Sudamos toda la semana, todo el año, ¡toda la vida, trabajando! Y no tenemos derecho a vivir dignamente, ¿o debiera decir «a vivir»? Hace poco se mataron dos abuelitos en mi barrio, porque no les alcanzaba el dinero para pagar la luz, ni el gas, ni las medicinas. ¡Se mataron! Porque sí, igual que yo, todos los días debían tomar una misma decisión: compraban la comida o comprar los remedios. En mi caso, sí o sí debo medicarme para medir el colesterol, la presión y el corazón. Y si mi doctora no me consiguiera los remedios, hoy no estaría escribiendo.
Hoy no estaría.
Pero el problema no soy yo, el problema somos miles y miles, porque nuestra situación continúa empeorando, cuando siguen reprimiendo, cuando siguen desinformando. De hecho, hace dos meses me recortaron aún más la jubilación: pasé de recibir 8 mil a percibir 6 mil, por el «reajuste jubilatorio» y ahora nos quieren dar «tranquilidad» envuelta en un bono de 4 mil, que ni siquiera está dirigido a los pensionados. ¿Dónde se piensan que viven? ¡Dónde se piensan que vivimos! Parecen desconocer el precio de la harina, los servicios, el aceite, la carne, la leche: donde antes compraba seis bolsas, hoy compro dos, haciendo malabares para que dure un arroz, salteando el desayuno y recordando la bronca del 2001, cuando me tuve que arremangar para cartonear, porque mis hijos lloraban de hambre… Otra vez, el mismo camino. Y otra vez, el mismo destino.
Ojalá, tengan memoria.
Ojalá, no seamos espejos.
Ojalá, esa ilusión no se pierda.
¡Y ojalá no lleguen a viejos con esta jubilación de mierda!