En la penumbra del Barrio Almafuerte, en Santa Rosa, La Pampa, viviendo a oscuras, enceguecida de tanta hipocresía y tanta rabia, grita una vecina que resiste sin electricidad hace 10 años. ¡Sí, 10! Andrea Crespo perdió su servicio cuando tenía 39 años por no poder pagarlo y una década después se está comprando los materiales para conectarse. Pero la pandemia, la falta de empleo, la necesidad de comer, comprar remedios para su esposo y esa deuda le obstruyen el camino.
Andrea es mamá de 7 hijos, y convive con tres. Siempre fue ama de casa y desde que su marido es insulino dependiente por la diabetes, todo le cuesta más: «A veces, me pasan luz mis vecinos, aunque tampoco pueden pagarlo. Yo con una taza de té y un poquito de pan me arreglo, pero mis hijos no». Desde el Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia nunca le dieron soluciones concretas. Pasaron los años, idas y vueltas, reclamos y denuncias, pero nada.
En los veranos guardan la insulina en una hielera, como lo hacen con los alimentos para que no se pudran. ¿Gas? No hay, todo es a leña: «Mi marido tiene diabetes, mal de chagas y artrosis en las rodillas y cadera. Hasta donde pudo, fue peón de fletes, pero ahora está operado, no sabemos qué más hacer en este contexto». Ella cría a Jeremías de 17 años, a Fiorella de 15, y a María de 9, quienes también sobreviven a oscuras, sin heladera, sin ducha, sin televisión, sin computadora… Sobre todo, sin educación de calidad: «Mis hijos no tienen internet, usamos el crédito del celular las veces que podemos cargar la batería cuando el vecino nos pasa electricidad».
La emergencia eléctrica cala hondo en quienes vivimos en barrios empobrecidos y nos afecta en la alimentación, la salud, el trabajo y en la escolaridad. Otra forma de violencia también es la falta de electricidad.