Ayer se encendió una luz de esperanza. Es hora de que el nefasto capítulo del uribismo en la historia colombiana, que cumplió hace pocos días 20 años, llegue a su fin. Aún queda una dura instancia más que superar, para darnos la oportunidad de sembrar un futuro de justicia y de paz. El escenario que se presenta nos llama a redoblar los esfuerzos en la construcción de poder popular.
Veinte años de uribismo infectaron todo el aparato estatal de corrupción, parapolítica, paramilitarismo y narcotráfico. La violencia sistemática, el aumento de la pobreza, la disminución del empleo, la concentración de la propiedad de la tierra y la riqueza, configuraron un país profundamente desigual.
Cuando Álvaro Uribe terminó su segundo mandato, en 2010, la Unidad de Justicia y Paz tenía un registro de 32.348 desaparecidos y 403 masacres. En los doce años siguientes, con la sucesión de presidentes continuistas, se profundizó la violación a los Acuerdos de Paz y a los Derechos Humanos, dificultando cualquier proceso de organización popular. Una huella imborrable que sigue amenazando el porvenir, hoy representada por la misoginia y el anacronismo de Rodolfo Hernández.
El paro de abril del año pasado demostró la capacidad de organización de nuestro pueblo, expresada en la resistencia frente a la represión, las ollas comunes, los puntos de atención sanitaria e innumerables expresiones artísticas de enorme riqueza y diversidad. En los barrios populares, el saldo de aquellas históricas jornadas es la semilla para empezar a construir un país para todas y todos. Algo que requerirá de mucha unión y trabajo en las huertas comunitarias, en los espacios de deporte y recreación, en los emprendimientos cooperativos, en la fuerza de las mujeres y disidencias, en las intervenciones culturales, en el reencontrarnos en comunidad.
Ayer dimos un paso,
falta uno más,
¡hasta que la dignidad de América Latina se convierta en realidad!
Desde La Poderosa, y luchadora, Colombia.