Los que temimos alguna vez la expansión del pensamiento de la enseñanza unilateral, esa que piensa a los pibes como cajitas vacías para ir llenándolas de contenidos, ahora tenemos miedo de haber ido demasiado más allá. Era cuestión de igualar los tantos nomás, y no de vernos parados como grandes adultos idiotas.
Tras haber pensado en Claudio como un símbolo de todo lo que tantos supuestos grandes deberían aprender de tantos supuestos chicos, hoy tenemos miedo. No pesa ya el temor a la opresión de las mentes veteranas sobre las mentes nuevas, sino el contraataque.
La emoción que en un principio nos llevaba a difundir las respuestas geniales de Claudio, poco a poco nos está convenciendo de nuestra importante estupidez. Y ahí, el miedo. Si recobraran todas sus fuerzas las líneas de pensamiento que edificaron la escuela del letrado un escalón por encima de la cursada, sin duda ahora estaríamos en riesgo.
Estaríamos en riesgo de ver a un niño montado sobre el escritorio, en la cabecera del aula, refregándonos por la cara tanta sabiduría, tanta luz y tanta pureza.
Sólo dos entregas han pasado hasta aquí, de los mensajes de Claudio para la humanidad. Uno nos enseñaba a ver las cosas desde un lugar diferente. Y otro nos recordaba no olvidar nuestra lucha por la igualdad, o al menos tener conciencia de cuánto falta para alcanzarla. Esta vez, Claudio habló de la amistad.
– Che, tengo hambre, pero mucha hambre, reclamó, en plena jornada de fútbol popular.
– ¿Mucha hambre?, indagó un gran copiloto suyo, 20 años mayor.
– Sí, tengo mucha hambre. Tengo tanta hambre, que te comería todo…
Siempre a la espera de la salida inesperada de Claudio, su aliado le respondió con amor y una entrega absoluta:
– Clau, escuchame: si tenés ganas de comerme todo, en serio, ya fue. Comeme todo.
Y entonces, otra vez Claudio llamó al silencio. Fueron sólo algunos segundos, en los que apenas pudo pensar en las principales limitaciones que se interponían entre su hambre voraz y la salida que se le presentaba al alcance de la mano.
La carne humana, que se ofrecía como bocado, era carne añeja, en buena parte cubierta de pelos y con el valor agregado de la nauseabunda sensación que uno puede prever a la hora de disponerse a merendar carne humana. Mucho más, tratándose de un humano vivo, que a pesar de su buena voluntad y su gran predisposición, posiblemente se terminaría resistiendo a semejante acto de canibalismo, generando una lucha indeseada entre la mandíbula de Claudio y su tobillo, o su codo, o lo que se viera más apetecible.
Todo eso pensamos nosotros cuando analizamos con seriedad la propuesta que Claudio había recibido y sus posibles contestaciones. Pero él no tuvo tiempo, ni ganas, de detenerse en cuestiones de la física, o del aparato digestivo. Algo, antes de todo eso, le pareció inmensamente prioritario.
– Ey (dijo, en tono solemne, tomándole el brazo), yo jamás podría comerte. Eres mi mejor amigo.