Maldito sea el día en que nos llegó tu ayuda. Promesas de parches que nunca llegan, o que llegan tarde y duran poco, muy poco. Pero que siempre se hacen suplicar largo, muy largo; mostradores y esperas, y bufidos de incomprensión porque no pudimos conseguir aquel papelito, o porque no encontramos un hotel para ocho por setecientos pesos del decreto de la vergüenza barra el año del olvido. Solidaridad pervertida que nos saca de la calle, para sacarnos de la vista de todos, de todos los que no se bancan nuestra mirada. De todos los que tienen cargo pero no se hacen cargo. Hipocresía barata con salario alto, que llora límites personales y profesionales a tanto laburo, que patea el reclamo a otra ventanilla, a otro ministerio, a otro es lo que hay. Que es un trabajo esto de la “ayuda” y además resulta que es insano. Insano, sí, es escucharlos cuando la salud se te escapa cada noche en cada tos. En cada ahogo húmedo de desesperación. En cada manotazo para aferrarse a la esperanza de creerles, de que la ley es derecho y es para todos, aferrarse a cada speech solidario del que hace lo que puede y cobra lo que quiere.
Solidaridad maldita que amenaza con un electroshock metropolitano para ayudarnos a entender que la plaza no es para vivir porque no hay que pisar el césped, o con algún cansado golpecito pedagógico de un pobre desocupado de la UCEP que ya no asusta y, cuándo no, con un paseo en ambulancia psiquiátrica, de ésas que pareciera terminar siendo una suerte que no entren a los barrios, para empastillar nuestro reclamo. Porque somos demasiado pendejos o demasiado viejos, demasiado sucios o demasiado enfermos, o demasiado rebeldes o demasiado sinceros. Porque somos demasiados en la calle. Demasiados…
Demasiados para llorar de rabia mientras nos hacen mirar cómo rompen nuestras cosas, cómo tiran los colchones, cómo desgarran nuestra historia hecha mantas y cartones, y dejan nuestros cuartos de amor hechos girones. Demasiados para recibir sin chistar la humillación de sus palabras difíciles, licenciados y doctores, asistentes y coordinadores, ministerio de palabras certeras, de consejos imposibles. Demasiados para acurrucar el alma cuando nos “invitan” a algún lugar colmado, al único lugar colmado, con todas las miradas clavadas en nuestra necesidad de compartir ese remedo de refugio, donde disciplinan cuando no están cansados, con coscorrones a los pequeños, con indiferencia a los mayores; cuando nos entrevistan con buena onda, y nos entrevistan con la otra onda y nos entrevistan con pena, y nos entrevistan, pero nuestra voz no se escucha; o cuando ponen reglas que no debemos romper aunque los encargados de hacerlas cumplir rompan todas las reglas que conocemos, la del cariño, la del abrazo, la de compartir lo poco que hay, la de no juzgarnos, la de respetarnos, la de hacerse cargo cada uno desde su lugar.
Porque sabemos muy bien que las facultades que engendran esos cuidadores profesionales se financian con nuestra sangre, que llaman IVA a la leche o al pan. Somos demasiados para soportar esa “tolerancia”, esa mirada de y que querés cuando no queremos aceptar separarnos, para que ellos marquen el reloj de salida más rápido, para que a nosotros nos den salida más rápido. Somos demasiados. Demasiados para no darnos cuenta que somos demasiados.