Con los ojos gritando y la mandíbula temblando, cuando por fin decidimos abrir ese correo con su nombre, nos sorprendió. Una vez más, otra más. Nos sorprendió encontrar adjunto un JPG, porque sinceramente estábamos esperando un documento de Word. No entendimos, pero lo abrimos. Desesperados, lo abrimos. Y en cuanto lo leímos, la verdad, hermano… Nos chupó un huevo por qué estaba escrito a mano.
Automáticamente sentimos que eso, sólo por eso, volvía abrazo a ese eterno saludo: su pulso, su tiempo, su letra, su trazo desnudo. Y por eso, sólo por eso, decidimos imprimirlo todos los que estábamos ahí, para que cada uno de nosotros pudiera guardárselo así, tal como lo publicamos este mes. Pero después, pocos días después…
Tras recibir la noticia, esa noticia que estaba muerta antes de nacer, lo volvimos a leer, lo volvimos a leer y lo volvimos a ver, con la misma fascinación que mañana lo volveremos a leer. Pues entonces, recién entonces, mientras miles de lágrimas caían derrotadas por un fueguito, entendimos por qué ese texto estaba manuscrito, con esa luz que todavía nos ilumina: había redactado la silueta de América Latina.
¿Lo ven? A él, ¿lo ven? Ahí, sentado, concentrado, aferrado a una lápicera frente a su escultura de tinta y papel, abollando y tirando las hojas hasta que el texto tuviera la misma forma que él…
Tantas veces lo miramos y lo volvimos a mirar, que hoy finalmente nos animamos a confirmar lo que todavía nos mantiene sonriendo: lo hizo a propósito, sin querer queriendo. Y sí, si realmente lo pensó, lo editó y lo talló con forma de continente, el tipo era un genio, como no hay dos.
Ahora, si lo hizo sin querer…
Si lo hizo sin querer, era Dios.
¡Excelente muchaches! Sin duda fue, y aún es y será, un genio de la literatura.