Hace siete años, un oficial de la Federal miró a los ojos a Jonathan Lezcano. Y le advirtió que se cuidara. Otro, le sacó una foto desde su celular. Al día siguiente, el “Kiki” y Ezequiel Blanco se subieron a un remís, y nunca más volvieron. Aunque había datos suficientes para dar cuenta de sus identidades, en los registros de la fiscalía, la morgue y el cementerio, fueron enterrados como NN y sus familias tomaron contacto con los cuerpos dos meses después. Mucho más dañinos que los tendenciosos informes mediáticos, resultaron sus tendenciosos silencios, motores del olvido para el sur de la Ciudad, donde las fuerzas de “seguridad” encabezan las causas de nuestra inseguridad. Intentaron sepultar los casos en un cajón, pero la lucha de Angélica, madre del amor, no sólo logró ponerlos sobre la tierra, sino también desplazar de las investigaciones al juez Cubas y a la Policía, a quienes puso en la mira de la Justicia que, zigzagueante, sobreseyó al asesino Daniel Veyga para luego anular ese sobreseimiento.
Hoy, desde la Casita de Kiki, que también es nuestra casita, esperan el inicio del juicio oral. Y para hacer más amena la espera, se mandaron un sarpado festival: hasta la última piedra de Villa Lugano, gritó por los Derechos Humanos.
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