* Por Pablo Gentili.
Desde La Poderosa Brasil.
Fue una tarde de noviembre de 1970 en un centro militar de Río de Janeiro. La dictadura brasileña había comenzado hacía ya seis años, en 1964, con la promesa de reestablecer el orden perdido en apenas un día. Duró dos décadas. Fue una tarde de noviembre, calurosa y pegajosa como todas las tardes de noviembre en Río, pero más aún en ese edificio inmundo y repugnante, donde los militares interrogaban, torturaban y mantenían detenidos clandestinamente a los jóvenes militantes, junto a los trabajadores que luchaban por sus derechos y junto a todos aquellos que parecieran sospechosos de atentar contra ese orden silencioso o espectral que tanto los militares como las oligarquías brasileñas creían haber perdido y prometieron recuperar en un día, aunque se quedaron en el poder dos interminables décadas.
Esa tarde, después de más de 20 días de brutales torturas, Dilma Rousseff fue conducida ante el tribunal militar que la juzgaría por haber defendido la democracia, por haber luchado por la libertad en lo que era, y aún sigue siendo, una de las naciones más desiguales del planeta. Tenía 22 años. Al sentarse en una pequeña silla frente a sus acusadores, comenzó a mirarlos fijamente. Uno a uno. De manera firme y directa, sin inmutarse, congelada, pero más viva que nunca. La mirada apuntada a cada uno de sus cobardes verdugos.
Quizás fue allí que Dilma aprendió que la mirada es un arma, como la palabra, el arma de los que luchan contra la opresión, de los que defienden la verdad, de esos seres humanos inmensos que no se acobardan ante la prepotencia del poder, ni de sus armas, ni de sus amenazas. La mirada es un arma, como la palabra, porque perdura, porque educa, porque inspira, porque moviliza, porque alienta y porque fortalece a los que luchan por un mundo igualitario. La mirada perdura. Dilma lo aprendió en aquel edificio inmundo y repugnante, como los jueces militares que no se atrevieron a sacarse la mano de su rostro, mientras juzgaban con la cabeza agachada a una joven valiente que los miraba firme, recordándoles que habían perdido el alma, el corazón y la dignidad. Dilma aprendió allí que la mirada puede sembrar de flores el futuro, aún en aquel noviembre pegajoso, cuando hasta la primavera estaba de luto.
Casi 50 años más tarde, la escena se repetiría, aunque en un nuevo estado de excepción. En Brasilia, frente a un senado nacional donde más de la mitad de sus miembros tienen causas pendientes con la Justicia, Dilma debió enfrentarse a una interminable fila de acusadores que no pretendía otra cosa que destituir a Brasil de su soberanía popular. Un nuevo golpe. Y Dilma, una vez más, frente a un tribunal que no se atrevía a mirarla a los ojos. Dilma, casi 50 años más tarde, con la misma mirada, peleando con la palabra. Fulminándolos. Uno por uno. Respondiendo lo que ellos no tenían el más mínimo interés de escuchar. Y atravesándolos con ese brillo en los ojos que sólo poseen los que han vivido siempre con dignidad. Dilma, una mujer igual a tantas otras: valiente, guerrera, militante, madre, trabajadora, intelectual, luchadora del porvenir.
La destitución de la presidente brasileña es parte de un plan que va a continuar. Brasil tiene ahora un presidente corrupto, cobarde, reaccionario y golpista. Pero esto no es lo único que buscan las oligarquías políticas, el poder económico, los grandes medios de comunicación y sus fieles mandatarios en las diferentes estructuras del Estado, particularmente, en el poder judicial. El plan es acabar con los movimientos populares, con las organizaciones que luchan contra la injusticia social, con los partidos progresistas, nacionales y de izquierda, con los sindicatos combativos, con los líderes que pueden contribuir a movilizar a las grandes mayorías en la defensa de una sociedad sin excluidos.
Por eso, el golpe seguirá después del golpe. Así ocurrió cuando éstos los hacían cobardes vestidos con uniformes militares.
De cierta forma, un golpe es una lección, un mensaje que se emite no sólo para que lo aprendan los que lo sufren, sino especialmente los que vendrán. La función pedagógica de este golpe es desestimular, intimidar y amenazar a todos los que se atrevan a luchar por una sociedad más justa. En Brasil, o donde sea.
Un golpe no enseña con metáforas ni con eufemismos. Un golpe enseña pegando.
El gran problema de los golpes y los golpistas es que, aunque pegan y pegan, aunque no paran de pegar, siempre encuentran seres humanos empedernidos, valientes, heroicos, como casi todos los seres humanos, gloriosos, dispuestos a dar su vida por los ideales de un mundo más justo, solidario, igualitario y libre. El problema de los golpes y los golpistas es que, aunque creen en la prepotente eficacia del golpear, nunca aprendieron que el secreto está en la mirada, en la palabra y en ese impulso incontrolable o quizás milagroso que tienen las mujeres y los hombres cuando luchan por su libertad.
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31 de agosto de 2016, día del golpe que destituyó a Dilma Rousseff en Brasil.