25 abril, 2017
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«SEGUIREMOS LUCHANDO, POR LA SALUD Y LA EDUCACIÓN»

* Por Manuel Muñoz, trabajador reprimido en Santa Cruz.

 

 

 

 

 

 

 

Tengo muchas, pero muchas preguntas en mi cabeza, demasiadas, porque nada volverá a ser igual después del último viernes. Me sentí ultrajado por un instante, que pareció una eternidad: pensé que me moría. Y todavía no entiendo, no, ¿cómo llegamos a esto? ¿Por qué dispararon? Yo no soy militante de ningún partido y hasta creo haber sido bastante egoísta si miro mi vida algunos años atrás, porque jamás participaba en las manifestaciones y porque sentía, como tantos, que mientras tuviera mi sueldo todo estaba bien. Pero hoy siento que desperté. Y mi familia también.

 

 

A mis 33 años, puedo decir que laburo desde que recuerdo y que debí comenzar vendiendo carpetas o ropa en la calle. De ahí en más, nunca paré. Me gusta trabajar y aboco toda mi energía a eso, ejerciendo el oficio que las distintas épocas me impusieron. Hoy, hace 7 años que laburo como chofer en el Hospital Regional de Río Gallegos, pero no crean que solo me dedico a mover un volante, porque mi trabajo específico es transportar a pacientes con diálisis, yendo a sus hogares y generando vínculos humanos. Por eso, me conocen y los conozco, como si fueran «mis pacientes». Los cuido, me preocupo. Y veo realidades muy duras, pero trato de mantener siempre el humor, por encima del enojo o la impotencia. El día a día, en los últimos años, comenzó a ser más difícil, porque los móviles no tienen mantenimiento, están fundidos. Y entonces nos prestan vehículos de Urenid para transportar a los pacientes, pero sin plata para la nafta, de modo que a veces debemos poner de nuestros bolsillos para poder salir. Por eso, hago además otras changas, arriba de un flete.

 

 

Con Dina, tenemos un hijo de 2 años, Genaro, nuestro impulso para seguir adelante, buscando juntos un futuro mejor. Ella se recibió hace un año de maestra de inicial y tiene un cargo en un jardín, en salita de 3. Y en un principio, a pesar de las dificultades económicas y los retrasos salariales, eligió no adherirse a los paros, porque le partía el alma dejar a los niños sin clases. Sin embargo, la situación se tornó insostenible, dado que los maestros también debían poner sus pocos recursos para pintar la sala o para los artículos de limpieza, porque los fondos que le faltan a la salud de la población, tampoco han sido destinados a la educación.

 

 

Salones abandonados, maestros desvalorizados, hospitales vaciados, edificios públicos arruinados… ¿A dónde vamos? Ahí decidimos levantarnos de la silla y salir a la calle junto a otros trabajadores de Santa Cruz, en su mayoría empleados públicos. O sea, cuando el Estado no tiene fondos para sueldos, los trabajadores no tenemos fondos. Y sí, encima te corre el miedo a ser despedido, por tener el tupé de hablar.

 

 

Hasta el viernes, decía, nunca habíamos salido a reclamar. Y esta vez lo hicimos juntos, convocados por vecinos que se estaban juntando afuera de la casa de Alicia Kirchner, para exigir respuestas. Fuimos tranquilos, dejamos a Genaro con su tía y luego nos acercamos a la manifestación, aplaudiendo y haciendo sonar una corneta que teníamos en casa, hasta que pudimos advertir que había gente en el jardín de la residencia. Nos acercamos al portón para ver qué pasaba y, sinceramente, no sabía quiénes eran, ni lo sé hasta el día de hoy, pero les gritamos que salieran de ahí, para evitar problemas. Sin embargo, la gente se fue agolpando en la reja y finalmente quedamos apretados contra el portón.

 

 

Ahí, cuando avanzó Infantería, mi compañera quedó más atrás y nos perdimos. No entendía nada, pero me aferré junto a otros vecinos en un cordón que hicimos para que pudieran salir algunas mujeres que estaban apretujadas, mientras escuchábamos gatillar las armas y nos daba escalofríos. Nos apuntaban a la cara, mientras tiraban tiros al aire. Y de repente, un oficial que estaba frente a nosotros vació un matafuegos completo justo frente a mí para dispersarnos. No podía respirar. Sentía como si la garganta, la nariz y los oídos se me hubieran llenado de arena. Me faltaba el aire y, como pude, empecé a correr. Pero creo que no había llegado ni al cordón, cuando sentí los disparos en la espalda.

 

 

Pensé que me habían matado. Me pregunté qué hacía ahí. No sabía que pasaba. Me encontré solo, arrodillado, creyendo que todo terminaba. No sé describir esa sensación. Un grupo de hombres me levantaron de los brazos y, en cuanto pude reincorporarme, caminé hasta la Jefatura de Policía para lavarme la cara y tomar agua. Me saqué la remera, porque me ardía la piel. Y todavía recuerdo las caras de asombro de los policías por las marcas de mi espalda. Ni ellos lo podían creer. No sé cómo, apareció también ahí el reportero gráfico que recibió una herida en la cabeza, casi desmayado, sangrando. Lo vi e intenté auxiliarlo, tanto que algunos medios me confundieron con un camillero. Aun así, los disparos no cesaban y la gente enfurecida por la represión comenzó a tirar piedras, mientras otros intentábamos colaborar para que la ambulancia lograra ingresar. Finalmente, pude llegar hasta el hospital, donde me curaron las heridas. Y ese mismo sábado participamos de otra marcha popular, donde sentí el calor de muchos otros vecinos. Me saqué la remera para mostrar las marcas frente a la Casa de Gobierno y vi gente llorando al verme, aunque nadie se acercó para entrevistarme o preguntarme mi nombre.

 

 

Las heridas que no están en la espalda, las heridas que no se ven, quedarán para siempre y, por eso, aunque algunos me recomendaron no hablar, yo decidí gritar y no aportar con mi silencio a la confusión: lo que hubo en Santa Cruz, se llama represión. Me dispararon por la espalda, tal como dispararon sobre mujeres y niños, sin importarles nada. Y por eso, acá estamos gritando: ¡Basta de represión! Vamos a seguir luchando, por la salud y la educación.

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