* Por Gabriel Chávez,
garganta de Villa Fátima.
Una familia está de luto, le mataron un hijo, un hermano, un primo, un amigo, un peñi, a sangre fría. Y ayer me tocó abrazar a Sergio, con el alma. Yo creía haber superado ese dolor de velorio, pero no, el alma se me desgarraba un poco más ante cada persona que recibía Santiago. Hay 44 familias llorando y hay quienes juegan impunemente con falsa información. Hay personas vendidas como esclavos por 800 dólares, hoy, en pleno siglo XXI. Hay un pibe asesinado por gatillo fácil cada 25 horas en los barrios y cada 25 años en los noticieros. Hay un femicidio en estas 30 horas, que sólo será viral si logran culpabilizar a la víctima. Perdón, yo tengo apenas 20 años, pero con el mismo respeto que demando, les pido por favor que se detengan a pensar cómo vienen jugando: repartir odio en las redes sociales, fogonear una guerra comunicacional, pelear por la primicia, justificar la muerte de un chico, celebrar cacerías humanas, manosear a familias en carne viva…
Les falta corazón, loco.
Les falta amor.
Les falta humanidad.
Alguna vez le conté a mi madre cómo temía irme del mundo. Una tarde cualquiera, la miré a los ojos y le dije: “Ma, yo sé que voy a morir en medio de un tiroteo; estoy seguro”. Así, crudo, tenía 15 o 16 años. Y ella se enojó, me dijo que no lo repita nunca más, pero yo no creía equivocarme, aun comprendiendo su reacción. Noche por medio, había un tiroteo nuevo en la esquina de casa y yo llegaba casi siempre a las 12…
¿Se imaginan el dolor de mi vieja al escuchar eso?
¿Lo pueden sentir?
De chico, solía salir a la vereda ansioso por encontrar casquillos de bala o recoger cartuchos de escopeta. ¿Ahí empezaba para mí la meritocracia? Competíamos con un amigo para ver quién juntaba más. Y a los 9 años tuve que correr hasta esconderme detrás de un coche, porque un hombre bajó de una moto a plena tarde y comenzó a disparar, aprovechando esa zona liberada que algunos llaman «contexto de peligrosidad» y otros llamamos «pobreza». Creí que no volvería a casa. Eso, tuve miedo, zarpado miedo. Ni se imaginan lo que sentí. Debí correr por mi vida, con apenas 9 años, la edad de Kevin, sabiendo que había camionetas de Policía ahí, contemplando el escenario que gobiernan y el negocio que custodian.
¿Saben qué triste fue eso?
¿Saben cuánto aturde escuchar disparos casi todos los días?
¿Y casi todas las noches?
Hoy no tengo miedo a morir, lo perdí hace años. O mejor dicho, los cambié por otros, porque sí, ahora tengo miedo de no poder despedirme, miedo de no tomarme otro mate con mi vieja, miedo de no volver a discutir con mi viejo, miedo de no pelear más con mis hermanas y mi hermano, miedo de terminar ahogado en palabras, miedo de ver mi funeral primero en los noticieros, porque sí, como villero moriré culpable de mi propia muerte.
Esa es la realidad instalada.
Y es una cagada.
Siento una inmensa impotencia, cuando pienso en tantos pibes del barrio que no pudieron llegar a mi edad, cuando compartíamos una misma canchita, una misma pelota, una misma ilusión. Y siento más impotencia aun, cuando escribo que muchísimos han sido fusilados en el silencio de la impunidad, que han sido baleados por Gendarmería, que han sido víctimas de su propia dignidad y que la Justicia sólo escucha a las Fuerzas de Seguridad. ¡Duele! Duele que la capillita del barrio reciba cajones a diario, duele tanto como escuchar a otro amigo preguntando, como si fuera normal: “¿Viste que mataron a tal?”
No todo era violencia en mi infancia, no, eso mejor déjenlo para películas como «Ciudad de Dios», porque a pesar de no ver nunca esas campañas multitudinarias exigiendo justicia por algún villero asesinado, pude conocer mucha gente de gran corazón que supo acercarse a una familia ajena y sentirla como propia. Vi pibes y pibas construyendo pequeños altares con sus propias manos, para recordar nombres imborrables.
La villa tiene corazón,
uno tan grande que no cabe en la televisión.
Tal vez por eso, hay tantos que no lo ven. Hoy más que nunca, debemos acompañarnos, en los gritos y en el silencio, reafirmándonos a nosotros mismos que cada vida vale, la mía, la tuya, ¡la de Rafael! La villa me lo enseñó: hay que bancarnos. Y me enojo, sí, no se dan una idea cuánto me enojo, cuando siento que somos carne de cañón, que nos matan gratis, que la sociedad está estupidizada por un títere con micrófono. Me genera mucha impotencia ver cada «versión oficial» anunciada por un canal que financia el opresor. Y me genera impotencia ver al oprimido, dormido frente al televisor.
Por eso,
porque sé de sufrimiento,
pero también sé de acompañamiento,
hoy les quiero pedir, por favor,
que seamos respetuosos de tanto dolor,
para que pueda sentir paz,
otra familia destrozada:
todo lo demás, no suma nada.