desde Jerusalén para La Garganta Poderosa,
vecino de Gaza, hijo de argentinos y activista por los DD.HH.
Tal vez estemos llegando al tiempo de mirarnos a la cara, de callar a la prensa “oficial” del terror, para escuchar a las gargantas del dolor, porque los minutos de silencio son cada vez más. Y parece que nadie escucha nuestros gritos de paz. A mí, el hijo de un argentino exiliado durante la última dictadura, me toca mirarlos hoy desde Jerusalén, donde nací, donde vivo y donde una minoría sigue arrastrándonos al desastre, entre dos pueblos que sólo desean sobrevivir, para vivir. Pues unos y otros continuaremos estando aquí, hasta que la fuerza de la vida pueda triunfar.
Así será.
Todas las últimas movilizaciones en Gaza, sin demasiada prensa, han brotado desde organizaciones pacifistas formadas por jóvenes que conmueven, porque sencillamente se manifiestan sin violencia junto a la verja, para llamar la atención del mundo, denunciando la realidad que nos mantiene atrapados en el conflicto. Y sí, esas protestas suelen ser capitalizadas por el imperio o la organización Hamas, que rechazan cualquier concesión en favor de «una vida como dios manda», para todos.
Desde una sesgada percepción ideológica, “lo que dios manda” es un concepto islamista fanático que concierne a todo el territorio israelí-palestino: una declaración a muerte, que no entiende de razón, sino de sangre. Y visto aquí, es claro: mientras los jefes de Hamas viven bien del dinero de Qatar e Irán, los ciudadanos de Gaza siguen pasando hambre, sin posibilidad de pronunciarse en su contra, porque eso significa la muerte segura en cualquier plaza. Por esa vía, semejante coerción soterrada facilita la tarea de los psicópatas que conducen la ultraderecha extrema israelí, quienes lejos de confesar sus intenciones de imponer una Israel bíblica sólo apta para los judíos, continúan simulando «una búsqueda de paz y justicia», matando y rematando palestinos en supuesta «defensa propia».
Por primera vez, esa ultraderecha extrema de Israel consiguió llegar hasta el centro político del gobierno, camuflada en un perfecto disfraz democrático. Argumentando que “debemos evitar un islamismo fanático en los territorios ocupados”, continúa impunemente desarrollando este apartheid militar israelí sobre los palestinos. Avasallando sus asentamientos, les van robando más y más tierras, más y más derechos, más y más vida, porque cada vez caen más inocentes a manos de policías o soldados israelíes, que no son acusados ni cuando hay pruebas, ni cuando hay videos de agresiones infrahumanas.
“No hay socio para la paz”, es un dicho famoso de ambos lados. Y es cierto, pero sólo se aplica para líderes y grupos de extremistas, porque la realidad de la sociedad civil es exactamente la contraria. Aquí, en los mercados, los hospitales, las calles, se respira la necesidad de acabar con tanta muerte. Y en cualquier parte fuera de Gaza, que pasó a ser una gran cárcel aislada, palestinos e israelíes conviven cada día, a cada minuto, en armonía. Aunque no se vea por televisión, por cada acontecimiento violento entre árabes y judíos, hay infinitos momentos de convivencia y ayuda mutua.
Infinitos.
Se cuentan por decenas las organizaciones e iniciativas que alientan todo tipo de fraternidad, motorizadas por árabes y judíos por igual, tanto en la educación, como en los trabajos, la cultura, el deporte o cada aspecto de la vida cotidiana. Así era también en los países árabes, durante los 2 mil años de la diáspora judía, cuando la diversidad convivía sin violencia, a excepción de pequeños grupos. Y así también lo recuerdo yo durante mi infancia en Jerusalén, incluso en los tiempos de atentados suicidas que mataron a muchos de mis amigos o cuando Israel bombardeaba desde el aire ciudades enteras de Gaza, matando miles de civiles. Así seguimos y así seguiremos: sobreviviendo, juntos.
Tiempo atrás, en la época del nacimiento del Estado de Israel, la mayoría de los judíos que huyeron del Holocausto y de las persecuciones violentas en los países árabes sólo buscaban un hogar donde poder vivir en paz, tal como vivían los árabes acá. Y sí, la tierra resultaba suficiente para los dos pueblos, pero las mayorías pacíficas fueron derrotadas por los líderes extremos mentirosos, apoyados por los nacionalistas del mundo árabe y del pueblo hebreo.
La familia Nashashibi perdió ante Hasha Amin el Huseini, amigo de Hitler, que tomó el control del gobierno palestino. Y del otro lado, sionistas como Martin Buber, humanistas, socialistas o anarquistas, que intentaban crear una democracia bi-nacional, mientras mandaban brigadas para pelear contra Franco en España, cayeron frente a los neo-sionistas nacionalistas que dejaron de interpretar al sionismo como «la búsqueda de un hogar», para resignificarlo como un aliado del régimen imperialista y asesino, que llegó a pronunciarse en favor del franquismo.
Hasha Amin el Huseini y la conducción política del mundo árabe rechazaron el programa de partición de 1947 y declararon la guerra de exterminio contra Israel, mientras que los neo-sionistas por su parte aprendieron a utilizar la excusa de la agresividad árabe para ocupar territorios. Gran parte de las presiones que influyeron para que Trump decidiera mudar su embajada a Jerusalén esta semana, encendiendo una nueva ola de violencia, proviene de los evangelistas americanos, su mayor fuerza política; otros psicópatas que siguen acondicionando el terreno para la guerra Armagedon que sueñan aquí, «como redención mundial». Por eso, ponen tanto dinero. Y nosotros, tanta sangre.
Aun así, hagan lo que hagan todos estos cultivadores de la violencia que asesina pueblos, aquí vivimos y seguiremos viviendo, palestinos e israelíes. Porque no, la represión no podrá continuar eternamente. Tanto si se levantara un Estado Palestino al lado del Israelí, como si se construyera un país bi-nacional, bi-cultural y bi-lengual, aquí continuaremos conviviendo quienes mayoritariamente apostamos a la vida. No se puede detener toda esta fuerza de la existencia misma, ¡pero la guerra sí! La guerra se puede detener y vamos a detenerla un día, mal que les pese, en este terreno sangrante.
Quizá no lo sepan, pero Jerusalén significa: «Van a ver paz». Y aunque la situación esté tremendamente difícil, yo no creo que «esto terminará» como anuncian las profecías catastrofistas de Trump y sus amigos. Por el contrario, pienso que todo este sufrimiento fortalecerá la resistencia de aquellas y aquellos que seguimos soñando una sociedad variada, apasionante y bella, regada por las culturas árabes y de occidente, sobre un vergel cultural único en el mundo entero.
Por lo pronto, esa salida se ve lejana. Gaza sangra cada día y el mejor horizonte posible pareciera ser que Hamas se incline fuertemente a una lucha no violenta, pero sí productiva, sin entender por eso ninguna demonización de la lógica resistencia civil. Bien puede seguir soñando un reino islamista sobre todo el territorio, tal como lo hacen los psicópatas del lado judío, pero si dejara de darle excusas al gobierno israelí, éste no tendría más alternativa que devolverles la vida a los ciudadanos de Gaza.
Y de ahí en adelante, todo sería muy diferente.
Últimamente, Hamas empezó a dar pequeños pasos en ese sentido y espero que realmente se convierta en un camino irrenunciable. Los millones de Qatar, sede del mundial 2022, empezarán a darle oxígeno a todos sus habitantes, en lugar de misiles comprados a Irán que sólo eternizan el actual estado bélico. Pues aquellos que distorsionan las religiones y las empujan hacia el odio, nutriéndolas de la violencia más cruel, junto al «nacionalismo» de los oportunistas que cada día se levantan más enfermos de poder, vienen arrastrándonos a la ruina, la muerte y la destrucción. Pero yo tengo esperanza. Y conservo todavía la utopía de ver a las nuevas generaciones apoyando transformaciones justas, humanas e igualitarias, como la «Rojava» del Kurdistán, en el norte de Siria, una de las más maravillosas revoluciones que hayamos visto jamás.
Vamos por ella,
vamos por la paz.