*por Soledad Camino, sobreviviente de violencia de género, poderosa cooperativista textil de Yapeyú
A los 20 años, me casé con el papá de mis dos hijos, que es una década mayor que yo. Recuerdo un episodio que sucedió a la semana de la boda: me compré un par de zapatillas y una remera, y él tiró las dos cosas a la basura. Enojado, me dijo que yo ya era “una mujer casada” y que tenía que “comprar cosas para la casa y no para mí”. En ese momento, me parecía que tenía sentido. Y así, comenzó a imponer su autoridad sobre mí, aislándome: “Tu mamá es una metida”, “Tus amigas son unas putas”, repetía, para justificarse.
Tampoco podía progresar: me habían quedado unas materias para terminar el colegio, y cuando las quería rendir, él me decía que yo lo iba a dejar por otro si finalizaba mis estudios. Recién conseguí el analítico cuando logré separarme de él.
Uno de mis hijos, que hoy tiene 8 años, recuerda los golpes y amenazas, muchos de los cuales sucedieron frente a él: hablando del tema, me dijo “yo me acuerdo cuando mi papá te apuntó con un arma”. Por miedo, no lo denuncié.
Yo no entendía: “¿En qué momento me pasó esto?”, me preguntaba. ¡Habíamos hecho tantos tratamientos médicos para tener a los nenes! Yo realmente quería tener una familia, estaba enamorada de él, me casé, siempre le creía… Le creía que iba a cambiar. Siempre, después de golpearme, pedía perdón, lloraba, se arrodillaba. Y después de eso, volvía a comenzar la guerra.
Un día, fui a un taller de mujeres en una iglesia, y hablaron de la violencia de género y de manipulación. Mi marido hacía todo lo que decían allí y se me comenzó a caer la venda. Ahí, comencé a decirle que no.
Las cosas podrían haber resultado de otra forma si me hubieran creído la primera vez que acudí, llorando y con un ataque de nervios, al Polo de la Mujer. O si la policía hubiera hecho algo, más allá de usar la excusa falsa de que pasando el puente que queda a dos cuadras de mi casa, no podían perseguirlo ya que allí no tenían jurisdicción, sabiendo que él estaba fugado y que tenía una orden de restricción.
La violencia institucional estuvo a la orden del día.
Dije “basta” después de una discusión, cuando todavía vivía en la casa, me golpeó. Hice la denuncia y fui a la comisaría a pedir un policía y que excluyeran a mi marido del hogar. La denuncia la hice un viernes. A él, lo fueron a buscar el martes siguiente. No me quedé en mi casa porque no quisieron ponerme un policía que custodiara. Por miedo a que me hiciera algo, me fui a lo de mi mamá.
Sin nadie que lo vigilara, él quemó la casa donde vivíamos.
Esa noche, la policía fue a la vivienda ya incendiada y a la casa de mi madre. Estaban por todo el barrio. ¿Por qué no fueron antes, para evitar la tragedia? Tampoco jamás llegó la ayuda de Desarrollo Social. Entonces, viví cuatro meses en la casa de mi mamá. En ese tiempo, él reparó la misma vivienda que había quemado y me amenazó: “Si no volvés, cambio la casa por un auto”. Entonces, muy a mi a pesar y sin otra alternativa, tuve que regresar.
Y sí: me volvió a golpear. En ese momento, salí con los dos nenes afuera, donde había muchos vecinos que me socorrieron. Uno de los chicos tuvo un ataque de nervios. Y en ese momento, se fue.
Ojalá ahí se hubiera terminado el calvario de violencias institucionales y machistas, pero cuando fui a Tribunales a buscar un certificado, me enteré de que en una semana comenzaría el juicio a mi ex marido por violencia de género. Nadie me había notificado. No pude tener abogado, ni ser querellante.
Sin embargo, después de tanto tiempo de miedo, vulnerabilidad y millones de sensaciones llegó el día en que la Justicia tenía que responder y mi lucha se tenía que hacer ver. Volví a revivir tantos infiernos en tan sólo un par de horas interminables y en mi mente no dejaban de rondarme esas mujeres que hoy no están y que no llegaron a donde yo llegué.
Por eso, en el juicio, pedí por ellas, que la sentencia fuera un ejemplo para que ya no pase más. Y así fue: a mi agresor, le dieron cinco años de prisión.
Lamentablemente, viví cosas terribles no sólo por los golpes que recibí sino también por este Estado ausente que nos da vuelta la cara.
Pero mi lucha no termina, va a seguir y ya no sólo por mí, sino por todas aquellas que no están…
¡Pero que están presentes, en este grito de lucha!