26 noviembre, 2018
,

«Cagaron a trompadas a mi vieja, delante mío»

 

 

* Por Nelson Retamozo, 
militante de La Poderosa, torturado por la Policía de Santa Fe.

 

 


 

 

El viernes, en vísperas de la primera Marcha de la Gorra para nuestras asambleas rosarinas, habíamos arrancado muy temprano con una radio abierta, para denunciar todo lo que sufrimos a diario. Y cuando terminamos, me fui corriendo para la cancha de Central, donde más tarde me fue a buscar mi familia, para que no volviera solo. Menos mal, ¿menos mal? De regreso, debimos detenernos cuando vimos cómo la Policía intentaba hostigar a un pibe. Nos bajamos. Y sí, era mi primo. Urgaron en los papeles de su moto, lo verduguearon un rato y finalmente nos dejaron subir a todos en el auto…

 

 

Pero no, no pudimos irnos.

 

 

Ni bien subimos, llegaron sus refuerzos: una camioneta de costado y otro móvil de frente, cercaron la salida y nos apuntaron con armas para que bajáramos. Sin entender por qué semejante operativo, ni por qué tanta violencia, mi mamá trató de impedir que sacaran del auto nuevamente a mi primo y, en el forcejeo, le pegaron a mi hermana. Mi vieja se metió, ¡y le pegaron a mi vieja también! Entonces me bajé al toque, para evitar que la golpearan más fuerte y ahí comenzaron a pegarme entre todos. Primero, me tiraron al piso, después me arrancaron los piercings, me clavaron las esposas y finalmente volvieron a darle en las costillas a mi mamá. Le decían que se lo merecía, «por negra de mierda». Delante mío, mientras observaba maniatado, la tiraron al piso y fue tan duro el golpe contra el pavimento que perdió la prótesis dental. Pero no conformes, la destrozaron de un pisotón. Y no, tampoco terminó ahí: la molieron a palos, literalmente, delante mío: «Esto es por tu culpa, ¿ves?».

 

 

A mi primo, a mi mamá y a mí nos tuvieron boca abajo 45 minutos, tirados en la parte de carga de la camioneta, mientras debatían qué hacer o cómo disfrazar la salvajada que habían detonado. Entonces, ahí nomás, llegó un efectivo nuevo, que aparentemente los conocía bien: “Miren que no quiero ningún cuerpo flotando en el río, ni tirado en un campo. Ya los revisé y no están tan mal. Con una lavadita de cara, los pueden llevar a la comisaría, pero no hagan bardo porque caemos todos en la volteada”. Pues entonces sí, efectivamente, terminamos en la Comisaría 2da.

 

 

Una vez ahí, uno de ellos me llevó a otro cuarto y me pidió que le dijera la verdad, porque él no era «como los de la Motorizada”. Por miedo a una represalia mayor, no dije demasiado, pero era evidente que me habían cagado a palos: tenía mucha sangre en la cara, en la boca y en las orejas, por los piercings que me arrancaron, además de un diente flojo y un tremendo dolor en las costillas. Me arrojaron en una celda durante casi dos horas, hasta que llegó la abogada y nos llevaron a una oficina, donde estaban inventando las actas. Y recién a las 6 de la mañana, nos dejaron ir.

 

 

Las heridas pueden curarse con el tiempo, sí, pero necesito que se pongan en mi lugar, nuestro lugar, el lugar de los pibes que salimos a luchar, ¿saben por qué? Porque para mí, como para vos, no hay nada más doloroso que ver cómo le pegan a tu vieja. No existe un dolor más grande, ni una humillación peor. Ahora nos torturan así: mi vieja se quiere ir de la ciudad, tiene ataques de pánico y no puede contener el llanto. Y no es la primera vez que nos pasa, porque ya en marzo nos metieron 17 horas en una comisaría y nos torturaron impunemente, «por una confusión»…

 

 

No quiero perder mi juventud, ni mi libertad, ni mi alegría. Y jamás voy a naturalizar todo esto que justamente salíamos a denunciar, en la mismísima noche que cerraban los diarios con las fotos de mis amigos en la Marcha de la Gorra. Algunos medios permanecen callados. Y otros, en su intento distante de ser solidarios, presumen que «persiguen a la Garganta», cuando nuestro problema es mucho más grave: persiguen a los pibes pobres, que no tienen cómo, ni dónde contarlo. Nosotras, nosotros, los vecinos que articulamos en distintas asambleas de La Poderosa, contamos al menos con este medio, nuestro medio, para gritar lo que nos pasa, pero el grueso de nuestras barriadas no tiene manera: está condenada a la tortura y la muerte que patrocinan el miedo y el silencio. Nosotras, nosotros, somos pobres que pudimos tomar la palabra, ¡no terroristas!

 

 

Pero nadie nos persigue por periodistas.
Nos persiguen por pobres, aunque quieran disfrazarla.
Nos persiguen por pobres, como a tantas y tantos que no pueden contarla.