A 43 años de la primera ronda de las Madres de Plaza de Mayo, Vera Vigevani de Jarach respeta la cuarentena y se las rebusca para no quedarse quieta porque cuenta con la fuerza de la historia, que está llena de dolor. Y de memoria. Ella nació en Italia, pero debió exiliarse antes de que comenzara la Segunda Guerra Mundial; tenía 10 años cuando se subió a un barco escapando de sus tierras y llegó a Argentina el 18 de marzo de 1939: “Mi madre no pudo convencer a mi abuelo de venir, entonces él se quedó y terminó en Auschwitz. Millones de personas no pudieron elegir y los mandaron a los campos de concentración. Mi destino siempre fue defender los Derechos Humanos”.
Recuerda con orgullo el momento más duro de su vida, cuando disfrutaba de la familia que había formado: “Éramos mi marido, mi hija y yo. Franca fue una persona maravillosa. Ella fue militante desde los 13 años, cuando empezó la secundaria; siempre participó de las asambleas, incluso las convocaba. Recién se había egresado del Nacional Buenos Aires y había seguido estudiando Ciencias de la Educación porque consideraba que era la base para generar un mundo mejor. Esos fueron unos motivos por los cuales la desaparecieron”. A partir de ahí cambió su vida por completo, supo transformar el dolor en lucha y conoció compañeras imprescindibles: “Las Madres nos hermanamos casi inmediatamente por la necesidad de hacer algo juntas, con mayor fuerza. No somos heroínas, pero sí un buen ejemplo de resistencia”.
A sus 92 años, inclaudicable, Vera nos inspira a no bajar los brazos, a pelearla, a nunca rendirnos: «A nosotras nos dijeron que deberíamos reconciliarnos y perdonar lo que pasó, pero nunca lo haré. Siempre hay que romper el silencio y hacer todo lo posible, sin violencia, para que las grandes injusticias se visibilicen. La gente puede y debe ayudar; no hay que promover la indiferencia. Hay que contagiar esperanza”.