Son las 7:00 de un día cualquiera de julio, con el frío del amanecer disfrazado de despertador, colándose por las chapas del techo; hay que arrancar el día, no queda otra. Daniel Rodríguez se levanta y pone la pava para tomar unos mates junto a su compañera Romina; sin perder tiempo, agarra su abrigo y sale por las calles de su barrio, Sol Naciente, para ir hasta el barrio Los Cortaderos, creado en la periferia de Córdoba Capital por los trabajadores de siete fábricas de ladrillos que lo rodean. «Yo corto ladrillos desde los 14; aprendí en la fábrica de mi tío, donde trabajé 9 años hasta que él falleció», cuenta Daniel.
Algunos días Romina lo acompaña y trabaja codo a codo con él: «Me da una mano grande cortando o apilando, así puedo aumentar la producción y la ganancia». A ella le sobra experiencia: «Durante mucho tiempo me dediqué a cortar, pero ahora me quedo casi siempre en casa porque tengo cinco hijos y el más chiquito es bebé, por lo que necesita mayor atención». Como tantísimas mujeres, hace malabares para combinar el trabajo dentro y fuera de su hogar.
A veces la plata no alcanza ni para llevar un plato de comida a la mesa; la canasta básica total acaricia los 70 mil pesos, según datos del INDEC, y para un cortador, además, el sueldo varía todas las semanas: «Me pagan por bultos de mil piezas, entonces lo que gano depende de cuántos haya llegado a hacer», explica Daniel, que labura por producción y no cobra cuando se enferma o cuando el clima impide laburar.
Una tarea fundamental en este oficio es el banqueteo, que es el armado del horno para cocinar los ladrillos. «Hay que estar constantemente poniendo leña al fuego para no correr el riesgo de que los ladrillos salgan mal cocinados», relató Daniel sin dejar de cortar a pocos pasos de esa montaña de 85000 ladrillos recién horneada.
Al finalizar la jornada laboral, saluda a sus compañeros, deja los moldes y vuelve a casa. Cada noche regresa cansado, con el mango justo para comer.
Mañana será otro día,
muy parecido al de ayer.