22 julio, 2016
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Hasta las tetas

No habían pasado dos horas de tu nacimiento, ¡ni dos horas! No sabías llorar bien todavía, ni cómo te llamabas, ni dónde vivías. No conocías las caras de tus abuelos, no tenías documento, no habías probado la comida y no te sabías limpiar la cola. ¿Pero adiviná qué estabas haciendo, de manera totalmente indiscreta? Qué no, te estabas chupando una teta, sí, ahí, impunemente, en el medio de toda esa gente intrusa que no te conocía nada en ese momento, ni medio segundo. Ni a vos, ni a la degenerada que, con carpusa, te daba el mejor alimento del mundo.

 

Un par de años después, dijiste “mama”. Ni papá, ni mamá, “mama”, pero como la historia está escrita por vencedores, no por vencedoras, nadie se enteró. Quedó así nomás, como una dulce proclama de amor hacia un instinto maternal pulcro y sagrado, una madre sin tetas, sin costras, sin sangre, sin vagina, sin flujos, sin pelos, sin mocos, sin caca, sin pis. Una inmaculada versión romántica que embelleció muchísimo la trama. Pero vos y yo sabemos que dijiste “mama”.

 

Al amanecer de la pubertad, empezaste a mirar con culpa, de reojo, ese mundo prohibido que los guardianes de la moral habían inventado para vos, tomando por asalto algunas oficinas de Dios. Hurgando entre las rayas danzantes de Venus, los corpiños luminosos de cualquier marquesina, los vestidos hot de las madres ajenas y las revistas censuradas con bolsas de residuos, te viste obligado a sincerar cierta empatía con las tetas, esos redondeados o puntiagudos misiles de la más absoluta perversidad, acechando la calma de tu tan impoluta clandestinidad.

 

Con el tiempo, fuiste tratando de asimilar la idea, de poder pronunciar los “senos”, buhhh, “senos”, con el mismo desenfreno que los amasabas. O de aceptar “los pezones” con la misma naturalidad que los mordías. O de respetar el derecho universal a “pelar las tetas”, con la misma libertad que vos pelas las tuyas, siendo tanto menos estéticas. Y no te borres ahora goma, porque sí, todos tenemos un par de tetitas, a excepción de tu madre, claro, que por fortuna aún subsiste sin tetas, sin costras, sin sangre, sin flujos, sin pelos, sin pis y sin caca, mientras vos sacás pechito de machote en los recovecos de multitudinarias orgías o pincelás con tu lengua de seda las bubis de tu amada. Pero guarda, guarda con subir sucias fotos de lactancia explícita, porque podrían chocar los planetas: recordá siempre que la madre de Mark Zuckerberg tampoco tiene tetas.

 

Para la hora de la vejez, el mundo ya te reconocía como un gran catador mamario. Habías lamido un par, habías tocado un montón y, sobre todo, habías visto mucha televisión. Pues la llave a la zona restringida estuvo en tus manos durante años, años de publicidades, años de conexión y años de tremenda cosificación, gracias a los brujos del encanto que regula nuestro espanto, cuando los barrabravas de “lo normal” establecen las normas ISO del bien y el mal, esas que te dejan careta por vivir tan mal maquillado, ¡para que chupes toda tu vida la monopólica teta del mercado!

 

Y no, no te ayudaron, es verdad. No te ayudaron a comprender que los bustos, los culos y hasta las más poéticas sonrisas, vienen inevitablemente sujetas a la estructura humana que las contiene y significa, que las vincula al corazón y la cabeza, que las constituye y las encuadra en el marco de la naturaleza; llenas o no de sangre, llenas o no de leche, llenas o no de pelotudos. No te ayudaron a comprender la parte, como parte del todo. Y entonces suena lógico que tu ignorancia alimente la queja de los horrorizados: si las tetas son tetas per se, vos y tu vieja son dos depravados.

Sólo por eso, por tu bien, por tu reputación y por la reputación de todas nosotras, vamos a darle descanso a los corpiños este sábado, para reivindicar nuestras tetas y las tetas de tu vieja, le guste a quien le guste, denuncie quien denuncie y nos eche quien nos eche.

 

¿Ahora no te gustan?

 

Mala leche.

 

Foto: Colectivo Manifiesto.

 

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