(A Don Diego, con cariño)
Por Fernando Signorini
Creo que desde siempre sentí admiración por aquellas personas que hacen, con llamativa naturalidad, cosas que a mí me encantaría hacer y me resultan imposibles, por más que quiera…. Me gustaría, por ejemplo; correr como Usaín Bolt, nadar como Michael Phelps, cantar como Lluís Llach, tocar la viola como Paco de Lucía, escribir poesía como Neruda, jugar al tenis como Federer, pintar como Van Gogh, pensar como Bertrand Russell, gambetear como Diego, ¡y abrazar como su padre! Sí, por supuesto que sí, me encantaría ser capaz de abrazar a la manera que mi querido Don Diego sabía hacerlo.
Curioso, pero en eso iba pensando a bordo del taxi que junto a Guille Blanco nos trasladaba en las primeras horas de la madrugada del viernes 26 a la casa de sepelios, donde se realizaba su velatorio. Esa noche, como hoy y como tantas veces más, recordé el día que lo conocí en la casa del suntuoso barrio de Pedralbes, donde vivió Diego durante su etapa en Barcelona: ya como presentación, descartó estrechar mi mano extendida, pero a cambio me regaló uno de esos abrazos de los que uno no quisiera irse jamás. Pues hay personas a las cuales siempre deseamos reencontrar por distintas razones, y la mía respecto a él, no era otra que la de volver a disfrutar de esa infinita sensación de bienestar que sentía cada vez que me cobijaba entre sus brazos.
Tenía la calidez del mejor abrigo, acompañada por las temblorosas cosquillas de una genuina emoción. Pues siempre sentí por él esa admiración que despiertan las personas que jamás negociaron la dignidad de su esfuerzo, ni siquiera en los más duros momentos, cuando con todo el dolor del alma debió cambiar los azules cielos de su Esquina natal, por esos más grises y prometedores que ofrecía la “espalda escandalosa” de la gran urbe porteña. No fueron pocas, y todas fueron inolvidables, las veces en que me hipnotizó con el relato de sus peripecias, entre sueños y pesadillas, mientras su cuerpo, ancho y macizo, no dejaba lugar a dudas en cuanto a esos sacrificios que su humilde origen le impuso, para poder darle el mundo a sus ocho cachorros… Sin embargo, la ternura de su mirada y la dulzura de su eterna sonrisa, denunciaban la nobleza de esa madera.
Por la honestidad de sus actos y su proverbial gentileza en el trato, cuando me tocó responder ante una asistente del director checo Emir Kusturica, de cara a la película sobre Diego, no dudé: ¿El mejor Maradona que vi? ¿Cuál fue? ¿El mejor Maradona que yo conocí? Sin dudas, ¡Don Diego! Porque sí, su hijo jugaba mejor al fútbol, mejor que todos, pero Don Diego, como tipo, era eso, el padre de los Maradona, el Maradona de los padres.
De verdad, era así, es así y será así, una de esas personas que cada tanto, casi instintivamente, nos hará mirar al cielo con la inexplicable sospecha de que, seguro, desde alguna estrella nos estará mirando. Y cómo no, si él también era un ser de luz. Acaso por eso, al retirarme, luego de haber abrazado muchos abrazos parecidos (pero nunca iguales) a los de “Chitoro”, me vino a la mente “Rin del angelito”, en la garganta poderosa de Violeta Parra: “Cuando se muere la carne, el alma busca su centro en el brillo de una rosa o de un pececito nuevo”. Pues entonces, no pude evitar que una sonrisa se dibujara en mi semblante, al recordar la fragancia de los rosales que aroman las riveras correntinas del Paraná y los miles de pececitos que pueblan sus aguas…