Hay una vecina de Zavaleta que anda corriendo loca como una atleta, siempre detrás de las utopías, con un documento que dice Alejandra Díaz y con un sentimiento que le permite atravesar al viento mediante notas magistrales, en la chacra de Pepe Mujica o en la casa de Evo Morales, porque se supo reinventar en la villa, tomando su propia costilla, para hacerla valor. Pero antes hizo algo mucho mejor, una escultura viviente y resplandeciente de amor, que todos hicimos nuestra, mientras preparábamos el grito: a su gran obra maestra, la llamábamos Luisito.
A VOS, HIJO MÍO
Hoy no estoy enfurecida, ni resentida, sólo dolorida. Han pasado ya 5 años de tu muerte y no sé cómo llegué hasta acá, no lo sé, aún no puedo entender qué hacías ahí, ese eterno 22 de agosto.
Y sí, mi corazón todavía está acongojado, roto en mil pedazos, porque no deja de extrañarte, nunca, jamás. Mi mente guarda tu imagen. Mis oídos, retienen tu voz. Y mis ojos te siguen buscando, ahí, allá, acá, entre los chicos de Zavaleta.
Una, dos, mil veces, me pregunto por qué accionó así esa mujer, esa mujer policía. ¿Por qué apretó ese gatillo, como si fuera de juguete? ¿Y por qué, su testimonio terminó valiendo más que la verdad, ante esa Justicia tan injusta? ¿Cómo se explica que haya habido un tiroteo, si las únicas dos balas salieron del mismo revólver y apenas viajaron 10 centímetros, antes de terminar, «inexplicablemente», incrustadas en tu cuerpo?
Hablo, lloro, grito mientras escribo y me lleno de bronca, de broncas, de todo… Tengo que parar. Perdón, tengo que parar.
Y vuelvo, acá estoy, otra vez, una vez más, sentada nuevamente para escribirte, unos días después del párrafo anterior. Retomo esta carta, como retomo todos los días, por vos, por tu vida y por la vida de todos tus amigos, que ahora también son mis hijos.
Yo sé, yo sé muy bien que la Justicia llegará por otro lado y que dentro de muchos años voy a seguir sintiendo lo mismo, esta agonía aguda y constante, que me recuerda a diario cuánto te amo, cuánto te necesito y cuánto quisiera poder volver el tiempo atrás, para darte un abrazo… Para no soltarte nunca más.
¿Sabés qué? Cuando partiste de acá, cuando te fuiste de nuestro lado, tu equipo de fútbol popular, tus compañeros de asamblea, tus compinches del barrio, recordaron el reconocimiento más importante que te habían entregado, ese “Premio a la bondad”. ¿Por qué? Porque ellos te conocían, te conocían bien. Sabían de primera mano que eras solidario, leal, un pibe capaz de dar todo por sus amigos. Y quizá por eso, entre lágrimas, decidieron construir el polideportivo que se llamara “LUISITO”, para que estés siempre presente y para que los chicos de Zavaleta puedan tener un espacio donde estar contenidos.
Desde esa asamblea poderosa, esa que vos abrazaste antes que yo, ahora proyectamos terminar la obra, con el esfuerzo de todos los que te amábamos, pero también con la ayuda de muchos que no necesitaron conocerte en persona, porque te conocieron a través de las fotos y de lo que pudimos transmitir nosotros, todos los que fuimos felices por vos.
Hoy, aún hoy, entre tanta amargura, se me dibuja una sonrisa cuando me acuerdo de cómo nos acompañábamos, de cómo nos cantabas, de cómo nos hacías reír con tus bromas y de cuánto me contagiaba tu energía… No te imaginás cuánto la extraño.
Sí, ya sé, Dios te llevó de mi lado, pero me devolvió a ese hermano con el que me crié, defendiendo tus valores. Porque vos, nadie más que vos, lograste transmitirle la convicción necesaria para sanarse, para librarse del vicio que lo atormentaba noche a noche… Ahora, es feliz. Y cuando lo veo sonreír, de verdad, te veo sonreír a vos.
No lo dudes nunca, Luisito, dejaste una huella grande, enorme, gigante en esta vida. Y por eso, hijo mío, estarás por siempre presente en cada uno de nuestros corazones.
Te amo mucho.
Pero mucho.
Mamá.