* Por Florencia Amestoy, prima de Fernandito y María Eugenia, asesinados por la dictadura.
Heredera de relatos, principalmente de mi abuela Ofelia, iba todos los días con ella al cementerio para llevarle flores a mi familia desde chica, porque no, mis abuelos no eran felices, pero trataron de transmitirnos todo su amor a los que nos quedamos, a pesar del dolor de haber perdido a sus dos nietos más grandes, a su hijo y su nuera.
Un nieto. Otro nieto. Un hijo. Una nuera.
Abogado, escribano y militante de base, mi tío Omar tenía 32 años y su compañera, María del Carmen, 29. Según me contaron, era muy dulce y fue una de las primeras maestras jardineras de Nogoyá. Juntos, vivían en Entre Ríos, pero el exilio los mudó de provincia en provincia, hasta que se toparon con la Masacre de la calle Juan B. Justo. Y mis primos también.
Fernandito y María Eugenia, de 3 y 5, murieron asfixiados por los gases lacrimógenos.
Ella sobrevivió unas horas y, antes de morir en el hospital, llegó a decir cuál era su verdadera identidad: “Me llamo María Eugenia Amestoy y tengo 5 años”. Esas palabras, las últimas, fueron muy importantes para toda la familia y, tras muchísimos años de impunidad, logramos obtener una sentencia: le dieron cadena perpetua a los tres militares que llegaron al banquillo de los acusados. Bien, sí, pero en el operativo que mató a mi familia participaron casi 50 personas…
Acá, en Entre Ríos, la mayor atención de los juicios abiertos gira en torno a la megacausa Área Paraná, que reúne a 52 víctimas y llevó 30 años, desde que se abrió en 1985, hasta la sentencia del 2015, luego de esperar décadas, donde la impunidad y la complicidad de los jueces hicieron que muchos se murieran sin justicia. Y aun así, el juez Leandro Ríos, más conocido como “Ríos de impunidad”, les dio un regalo de navidad a los genocidas: no caratuló a ninguno como autor. Pero no conforme con bajar a “partícipe” el grado de los asesinos, descreyó de la palabra de los sobrevivientes y fortaleció la teoría de los dos demonios.
A su vez, en la causa del Hospital Militar, se juzgó a los genocidas que trasladaron a los mellizos Gullino y se procesó a tres médicos, dueños del Instituto Privado de Pediatría. Sabrina pudo recuperar su identidad, pero su hermano permanece desaparecido. Y sí, el tiempo pasó, pero los verdugos se reciclaron en la mafia policial, para seguir ejerciendo su vocación, desde la violencia institucional.
Para muestra, sobran los botones. Ahora, si no lo creen, pueden buscar a Héctor Gómez y a Martín Basualdo, para preguntarles cómo operan las fuerzas aquí. Eso sí, de encontrarlos, por favor avísenles que su familia los está buscando, desde 1994. ¿Se entiende? No estamos hablando del pasado: son 40 años de futuro secuestrado.
Y aun así, no pudieron imponer el olvido.
Porque no, a pesar de todo, ¡no nos han vencido!