No saben cómo tiene la piel, tremendo, toda descarnada, cicatrizando un mapa de costras, entre verrugas y escamas. Despellejada, al tacto no parece pintura, parece la corteza de una vieja sabia que aprendió a vivir con lepra, porque tiene huesos más fuertes que cualquier problema cutáneo. Huele a Macondo. Y el silencio confirma el diagnóstico que certifica la buena salud de sus prioridades, en cada pedazo de revoque arrancado brutalmente por la brisa más dulce que una metáfora pueda soplar. Tiene problemas intelectuales en la boca del estómago y sí, eructa el maquillaje, porque no deja que las burbujas se le suban a los oídos. De las Américas, la más villera.
¡Qué cosa fuera, la Casa sin afuera!
La historia no tiene buenas, ni malas terminaciones. Arriba, nos custodia el reloj que manda, una aguja paralítica que no anda. Y no podría andar mejor. Abajo, un volcán de aguas en erupción salpica la luz negra del hombre que descansa libre, sin ninguna esposa del tiempo, porque no necesita mantener al sol preso. Piensa, no hace nada. ¿Quién pudiera hacer eso? La casa ha sido tomada por las flores, pero flores de interiores, no como la carcasa del aire acondicionado que sobresale naranjillenta, transpirada, cagada de calor, tan inmóvil como su ventilador. ¡Pero atención con ese cañón! Tiene pólvora de tiza y mella de pizarrón. Mujeres nuevas, rodeadas por carros de 1950. Nadie lleva prisa, nadie pide la cuenta. Un reino de libros y una guardia real de palmeras. Un estadio de ideas y una tribuna antiimperialista. Un ovni de gringos y unos seres extraños, los normales. Una plantación de idiomas y una memoria que garúa.
Porque total, la historia continúa.
Bueno, eso, el revoque todo hecho mierda tiene. Y un cartelito de letras magras, que indican C A S A D E L A S A M E R I C A S, como credencial de su austeridad, una obra que ninguna filosofía de la praxis podría mejorar. Da bronca casi, que no esté semidesprendido alguno de los caracteres metálicos, hamacándose con un chillido insoportable, para terminar de arruinar la fachada con menos facha de toda la atmosférica latina. No vaya a ser que alguno se la confunda con oficina, porque no, nadie podría soportar el impacto al cruzar esa puerta, al ingresar al mayor centro clandestino de iluminación, ese castillo de cristal con cáscara de kiwi, un refugio reversible para los cronopios, con perfume de biblioteca pública. La tensión adentro y la electricidad afuera, los incluidos afuera y los excluidos adentro, el oxígeno adentro y la conexión afuera, el mar afuera y el mar adentro que busca dar a luz, tomando la villa del día después.
A la puerta de las Américas, le pusieron el marco al revés.
Entramos, en pata, en malón, en colectivo, en tramos, al organismo del socialismo, con un quiste en la lengueta de las zapatillas y un virus en los riñones del celular. ¿Qué mirás? Una fotosíntesis chilena nos recibe colgando de todas las paredes, una interpelación artística de arrugas y ojos que no parpadean, vivas, vivos. Nos observan y se mueven, como allá, mirá, detrás de los espejuelos. No, pelotudo, son los ojos de Mercedes, que bien podría ser la recepcionista, si no fuera parte del arte, convidando un vaso de agua, entre la tierra y el cielo de una rayuela con forma de librería, antes de subir «al paraíso». De todos los elevadores que tienen esos tres pisos, divididos por ningún techo, sólo ése tiene cables y botones. Los otros son una rareza: ascienden y descienden, adentro de la cabeza, con una vista privilegiada a la medianera del universo, sobre el meridiano del algodón celestial, sin más energía que la poesía, sin guerra, sin pasado, sin huellas.
Todo sobre la tierra, donde han sembrado estrellas.
Oh, ¡pobre computadora! Cómo debe sentirse ahí, cual noruego que forcejea con el reguetón, cual irlandés que disfruta del bicitaxi, cual mojito que llega a Miami, bajo los efectos de la naftalina digital. Pero qué importa, mientras al árbol de la terraza le sigan saliendo peces y al árbol de la planta baja le siga creciendo la barba. Al fondo de sus profundidades, nos espera Navarro, el ídolo de barro que supo ser empleado de su propia utopía. Y también de Haydee Santamaría, en la misma casa que trabaja su rebeldía. Ahí, conoció a Cortázar, «pero qué decirte, si cuando me mandó a comprar una bicicleta, me la regaló». Y conoció a Galeano, «pero qué decirte, si odiaba el wifi tanto como yo». Y conoció a Retamar, «pero qué decirte, si era mi profesor en la facultad». Y conoció a Gabo, «pero qué decirte, si me hizo leer algo que nunca nadie antes había leído». Y conoció a Guillén, «pero qué decirte, si para su cumpleaños inundamos esta sala con barquitos de papel». Y conoció a Camilo, «pero qué decirte, si nos pasábamos horas en el cine». Y conoció al líder del Moncada, «pero qué decirte».
Qué decirte, si no pudo decir nada.
Ahora, por fin, conoció también a Kevin, proyectado por un rayo de luz. Puras personas, tan personas, tan impuras, tan tecnócratas del boca a boca, tan informáticas de la birome, tan especialistas del desconocimiento, tan orgullosos de sus propias lágrimas, que nos contagiamos y nos pusimos a llorar, como sólo se llora cada tanto, cuando alguna cadena de noticias informa que volvió a morir Fidel. Lloramos, los lutherkinguistas, lloramos, los jóvenes comunistas cubanos, lloramos, los nuestroamericanos, lloramos, los tomadores de casa, lloramos, los consejeros latinoamericanos, lloramos, los negros villeros, lloramos. Arriba de una moto, a toda velocidad, con el viento volándonos las chapas, lloramos, para que la vida nos abrace, saltando el abismo, montando la prosa y copando la caravana…
Ahí nace,
hoy mismo,
La Poderosa cubana.