Por Joe Lemonge, varón trans agredido y condenado por defender su identidad en Santa Elena, Entre Ríos
Me sorprende todo el apoyo de les compañeres, pero no se me quita el dolor. La sentencia fue el viernes y recién ahora pude empezar a llorar. ¿Saben a cuántos les habrán hecho algo similar, y no pudieron hablar? ¿Será una cuestión de suerte? Si es así, yo tengo la mala suerte de haber nacido en el cuerpo en que nací, con la cara que nací, con la orientación sexual y la identidad de género que autopercibí: al patriarcado no le gustó. No le gustó que me atreviera a estudiar inglés toda mi vida, que diera clases, que me animara a empezar a estudiar Derecho.
Al patriarcado, no le gustó que me defendiera y que no me dejara matar.
Porque sí, me iban a matar. Antes del episodio en el que tuve que defenderme, antes del hecho por el cual me dieron 5 años y 6 meses de prisión por “homicidio en grado de tentativa”, me habían buscado tres veces para agredirme, hostigarme y amenazarme durante 2016. Por “macho viejo”, por “tortillera”, por “gorda puta”. La amenaza era concreta: que a la gente como a mí, había que reventarla. Y matarla.
Una vez, agredieron a mi papá con una botella, en otra oportunidad empujaron a mi mamá. En la tercera ocasión, llamamos a la policía, pero dijeron que no podían hacer nada más que dejarme realizar una exposición.
La cuarta vez, los sujetos llegaron a mi puerta. Uno de ellos, Juan Manuel Giménez, entró a mi vivienda y me cortó la mano. Busqué defenderme, y con esos mismos dedos lastimados, atiné a golpear a Giménez con el fierro de un aire comprimido, sin saber que estaba cargado, con una sola mano y sin intención de dispararle. Estaba temblando del miedo, a tal punto que podría haberme disparado a mí mismo.
El 3 de diciembre, ese mismo Giménez quemó toda mi casa, en un hecho que todavía no llegó a juicio.
Aún así, la jueza Cristina Van-Dembroucke, que cuenta con el nefasto precedente de haber absuelto a todos los imputados en la causa del femicidio de Gisela López, me condenó a mí y a los agresores, los liberó.
Y eso, da miedo.
Da miedo, porque su sentencia es un mensaje de odio: es un plan que inicia acá y no sabemos dónde termina. Ahora, estoy camino a la apelación que haré con el apoyo de un defensor público, ya que AboSex, la organización que me ayudó, lamentablemente no tiene jurisprudencia en la provincia. Y me pregunto: ¿Cuántos compañeres sufrieron abusos, a cuántos violaron, a cuántos destruyeron? ¿Cuántos inocentes estarán purgando condenas?
Pensar eso, me da fuerzas para mantenerme enchufado y no dejar de gritar por nada del mundo.
No pienso quedarme callado, ni un solo segundo.