* Por María Frías,
esposa de Héctor Reyes Corvalán,
campesino atacado por la Policía santiagueña.
A las órdenes del empresario y terrateniente Néstor Quesada, un grupo de tareas de la Policía provincial se metió este viernes adentro de nuestra propia casa, en Suncho Pampa, donde mi marido estaba ocupándose de los animales. Más de diez efectivos ingresaron a las patadas y fueron directo a buscarlo, así, porque sí, escoltados por el Oficial de Justicia Luis Scillia. Una vez adentro, sin haber presentado ninguna orden de desalojo, los golpes y las balas de goma no fueron suficientes: incendiaron la casa y prendieron fuego a Héctor, mi compañero, que ahora pelea por su vida. Agonizando, debimos trasladarlo 32 kilómetros hasta el Hospital de Nueva Esperanza, para que le dieran un calmante y lo derivaran al Centro de Salud de Tucumán, por la complejidad de sus heridas. Y aquí estamos ahora, escuchando cómo los médicos nos hablan de «una situación muy delicada, con pocas posibilidades de supervivencia, por la pérdida de líquido y porque tiene un 45% del cuerpo quemado”.
No pueden imaginarse cómo se siente.
Ni cómo me siento.
Increíblemente, la policía argumenta que los atacaron dos de los perros y por eso dispararon, ¡mientras Héctor se rociaba a sí mismo con nafta! Asesinos, dicen que uno de los disparos ocasionó «involuntariamente» un incendio. Y no sólo lo dicen, lo dicen y se van, porque saben que los gritos no llegan desde los pueblos hasta la Justicia. Ojalá sea la excepción. Ojalá sirva este infierno que vivimos para que se vea la impune complicidad entre la Policía santiagueña y el empresariado que administra las tierras. De hecho, mi cuñado regresó a la casa para ver cómo dejaron todo y no pudo, porque no hay nada, sólo nuestros perros muertos: los corrales fueron desarmados y han desaparecido las 200 cabezas de ganado vacuno. Eso sí, pudo ver a Quesada, acompañado por toda la fuerza provincial, como si fuera uno de ellos. Y sí, es uno de ellos.
Durante muchos años, vivimos aterrados, temiendo que pudiera llegar este día, porque ya el 1° de agosto de 2012 habían entrado al terreno, a pedido de su patrón, cortando alambrados y matando animales. Por supuesto hicimos la denuncia y, por supuesto, no prosperó. Luego, siguieron otros ataques de distinto tenor, incluyendo la golpiza que le ocasionó daños irreversibles en los riñones al hermano de mi pareja, que desde entonces debe realizarse cuatro diálisis diarias. Aquella vez también fuimos hasta la comisaría, pero Quesada ya estaba ahí: detuvieron al denunciante.
Hoy, tirado en esa camilla, Héctor tiene 56 años, 5 hijos biológicos, otros tres del corazón y una nietita. Es apenas un hombre sencillo, un peón de campo que se levanta de madrugada para poner el carbón en el horno. Sus días arrancan a las 6 de la mañana y terminan a las 19, sin dejar de trabajar. No tenemos gas, ni luz, ni agua, ni demasiado tiempo libre para el folclore o el chamamé que ama. Juntos, formamos parte de la Mesa Parroquial de Nueva Esperanza, que nos apoya en cada lucha, como nos apoya el Mocase. Porque sí, necesitamos compartir toda esta rabia y esta impotencia, que me penetra el estómago cuando lo miro ahí, acostado sobre una camilla, mientras los jueces y policías cuentan la plata que les toca de todo ese negocio siniestro. Pues acá los derechos resultan una cuestión de plata. Y entonces a los pobres nos toca perder.
¿Qué debiéramos hacer? ¿Qué opciones tenemos? Por lo pronto, rezo para que mi Héctor pueda salir adelante y algún día vayan presos los responsables. ¡Pero no hay ningún detenido! La voz del campo no genera eco en los medios masivos y mucho menos cuando el campo no es un terrateniente, sino un trabajador que se sacrificó toda la vida para tener esas 200 cabezas de ganado. Lo miro y no puedo creerlo. Lo miro y veo también a Javier Chocobar, otro laburante diaguita, asesinado impunemente por esa sociedad empresarial, policial y judicial.
No podrán imponer el temor sobre la verdad.
No podrán, mi amor, con toda tu dignidad.