En el barrio Papa Francisco de Paraná, hace dos años hay un padre que no sonríe, una madre que llora todos los días a su hijo y cuatro hermanas y hermanos que no encuentran explicación a su ausencia. Gabriel Gusmán era un joven de 20 años al que los agentes de la Policía de Entre Ríos, Diego Ibalo y Rodrigo Molina, le arrebataron la vida el 25 de septiembre de 2018.
Recordando a su hijo, a Alejandra se le llenan los ojos de lágrimas y en la boca se le dibuja una sonrisa nostálgica: «A Gabi le gustaban los animales de todo tipo: los perros, los pájaros, los caballos; le gustaba andar metido entre los chanchos. Si él hubiese tenido una granja, habría sido muy feliz. Lo extrañamos mucho. Solía despertarme con el mate para desayunar juntos. Cuando yo volvía de trabajar de noche, él me iba a esperar a la parada para que no volviera sola».
La causa judicial está estancada. En octubre del año pasado se le solicitó a Gendarmería una pericia para determinar la trayectoria del proyectil que terminó con la vida de Gabriel, como así también la distancia y ubicación del autor que provocó el disparo, pero no tenemos respuestas: hace once meses estamos esperando que se lleve a cabo este peritaje que es fundamental para poder avanzar. Cada día que pasa se vulnera toda garantía constitucional de acceso a la Justicia. Al día de hoy, ambos policías continúan prestando servicio sin siquiera haber sido llamados a indagatoria. Habiéndose vencido todo plazo razonable, en reiteradas ocasiones se instó al Ministerio Público Fiscal para que avance en dichas declaraciones, pero aún no fueron realizadas. Es por eso que los abogados y la familia solicitaron el 1° de septiembre la intervención del Comité Nacional de Prevención de la Tortura.
Como si todo eso fuera poco, Gastón, su hermano, sufrió amedrentamientos de parte de la Policía de Entre Ríos: persecución, hostigamiento, incluso un allanamiento en su domicilio. “Como madre siento un profundo dolor e impotencia ante el accionar que está teniendo la Justicia. Se invisibiliza el asesinato de mi hijo y con ese acto se avala la impunidad en el ejercicio de las Fuerzas de Seguridad, que deberían estar al servicio de protegernos y no al contrario. A dos años de su pérdida, abrigo un dolor que atraviesa mi alma y que se acrecienta aún más al no poder llorarlo en paz”, dice desgarradoramente Alejandra, al mismo tiempo que nos reafirma que el camino, ayer, hoy y siempre, es el de la memoria, la verdad y la justicia.
Con la garganta anudada de tanta impotencia, gritamos y gritaremos que no queremos más asesinatos por ninguna bala policial.