* Por Mirta, hermana de Justino Argañaraz, desaparecido desde 1975.
Yo soy cordobesa, pero elegí Catamarca hace 40 años, amenazada de muerte. Docente entonces y jubilada hoy, fui cesanteada por militar política y gremialmente, en el año ‘75. A mi hermano, Justino César, le cesantearon su vida las fuerzas militares, ese mismo año. Y a mi hermana, María de las Mercedes, embarazada de 5 meses, se la llevaron para desaparecerla, mientras mi madre, Otilia Lescano, se reunía con otras mujeres de igual valentía y dignidad, para fundar “Abuelas de Plaza de Mayo”, en Córdoba.
Hoy, aún me afecta mucho recordar todo lo vivido. Soy una sobreviviente de la época más oscura de nuestra historia, pero también soy una testigo de las prácticas que perduran, porque jamás abandoné mi activismo en la defensa de los Derechos Humanos y porque pude ver con mis propios ojos las horribles técnicas de tortura que subsisten en las cárceles locales, donde aún queda mucho por hacer. Mucho.
Aquí, en Catamarca, en esta Catamarca que amo tanto, la Iglesia más conservadora sigue al servicio de las clases dominantes, alentando el silencio y la resignación, ante formas de violencia inaceptables, en una sociedad compleja, que luce apacible y amable, como contracara del miedo: todos saben lo que pasa y nadie se mete en “el problema de los demás”. Nos sigue gobernando el “No te metás”.
De aquel horror incomparable con ningún otro, recuerdo que habían cerrado una fábrica de alfombras, donde las mujeres se fueron calladas en procesión a la gruta, hacia la Virgen del Valle. Yo no entendía nada, no podía comprender esa actitud. Había desaparecidos y se sabía, pero nadie hablaba de ellos. Pues hoy, en 2016, todo el mundo sabe que la Policía y el Servicio Penitenciario ejercen la tortura de forma cotidiana en las comisarías y cárceles de nuestra provincia, pero eso no es noticia para los diarios, ni para la tele, ni para los funcionarios.
Nuestros pobres de los barrios, los detenidos y procesados, son gente descartable. Y el protocolo contra la tortura sigue siendo una promesa incumplida, que no puedo naturalizar. Por todo lo que me afecta, no aguanté tanto dolor y a los 6 meses renuncié al cargo en Derechos Humanos que me habían ofrecido, después de haberle contado a la gobernadora todo eso que vi en las prisiones. Sin respuestas a mis denuncias, decidí renunciar. Porque sí, ya estoy grande y enferma, pero necesito pasarle la posta a ustedes, los más jóvenes, que deberán continuar el trabajo de visitar continuamente cárceles y comisarías, para gritar y para luchar, por encima de cualquier credo: 40 años después, hay que derrocar al miedo.