* Por César, papá de Julián Antillanca, asesinado por la Policía en democracia.
Apenas 20 años tenía mi hijo, Julián Antillanca, ese 5 de septiembre de 2010, cuando unos bandidos de uniforme le arrebataron la vida y los sueños. Había ido a bailar con un amigo a un boliche de Trelew, pero a la salida fue abordado por tres policías que lo golpearon en todo el cuerpo; lo golpearon mucho, lo golpearon hasta la muerte. Y después, lo cargaron en el patrullero 234 del Comando Radioeléctrico, para dejarlo abandonado en el barrio UPCN.
La Policía dijo: “Murió por un coma etílico”.
La Justicia, no: “Murió por la golpiza”.
Actualmente, hay cuatro policías condenados por el crimen, por esa muerte que no fue casual. Por favor, necesito resaltar eso, en esta carta, porque la pérdida de Julián no es “una tragedia”, sino un síntoma de este sistema que persiste en el tiempo, concatenando prácticas de represión desde todas sus instituciones y regulando los tipos de violencia, de acuerdo al escenario coyuntural: el asesinato de mi hijo, no fue accidental.
Víctima de la violencia institucional impartida desde el Estado y ejecutada por la policía de Chubut, Julián se sumó a la extensa lista de los desaparecidos en la provincia, fruto de la ley 815 que nos legaron los militares, para que la “averiguación de antecedentes” habilite todo tipo de detenciones irregulares, sin explicaciones, ni protocolos, ni actas de salida. Todavía estamos discutiendo el derecho a la vida.
Durante los años de plomo, Chubut sufrió las mismas prácticas macabras que se extendieron por todo el país, en distintos centros clandestinos de detención. Ahora mismo, hay 19 militares y policías procesados por las torturas realizadas en el Regimiento 8, donde fueron torturadas 22 personas, aunque se trataba de “un lugar de paso”, rumbo al infierno silencioso de Bahía Blanca.
Indefenso como 30 mil frente a la impunidad del Estado, antes de ser hijo o hermano, Julián era una persona completamente única e irrepetible. Y su muerte violenta es un daño peligroso, por la historicidad de las violencias, que 40 años después nos vuelven a unir en el espanto. Duele.
No saben cuánto.