Qué satisfacción de mierda, qué orgullo más indignante, qué caricia al horror, ¡qué trompada del amor! Hoy, por fin, reinauguramos la Plaza Kevin que hicimos los vecinos 8 años atrás, cuando justo se les perdió otra bala en la pobreza. Ahora con mejores juegos, con mejores pisos, con mejores bancos. Sin Kevin. Y sí, arrastrando el peso muerto del Estado hasta desanclarles las garras a los gerenciadores de la Ciudad, ésos que nos negaron los tachos de basura en 2009, ésos que orinan las leyes de urbanización, ésos que forzaron una huelga de hambre de 52 días para concretar una obrita que se hubiera terminado hace 24 meses, si no la hubieran presupuestado tres veces.
Qué multitudinario vacío, qué paz infernal, qué rabia celestial, para la trama del terror documental, en la cínica metáfora de otra pantalla grande que nos muestra feos, sucios y malos, mientras sus vestuaristas visten a los buenos: desde el jueves, «Ni un pibe menos» retumbará durante semanas en la inmensidad del Gaumont y en muchísimos espacios INCAA del país, con mejores parlantes, con mejores testimonios, con mejores afiches. Sin Kevin.
Fin.
Qué presencia desoladora, qué triunfo lamentable, qué victoriosa derrota, ¿cierto? Una bala en la cabeza, apenas una de las 105 que vomitaron sus armas de guerra durante más de 3 horas, a 50 metros de dos garitas, en una zona liberada por el prefecto Daniel Andrés Stofd, que no vino a la plaza, que no estará en el cine y que, por supuesto, tampoco fue a prisión. Ahora mismo, mientras Zavaleta llora una sonrisa, este sicario a sueldo de todos los gobiernos recorre las calles entrerrianas con un fierro que le pagaron ustedes y una gorra que le compramos nosotros: procesado y a la espera del juicio oral, disfrazado de Seguridad Nacional.
Qué duelo tan colorido, qué vida mortal, qué aniñada vejez. ¿O no les parece curioso que apenas trasciendan de nuestra garganta esas denuncias amparadas por la inocencia inapelable de los niños que ni sus más demoníacos demonios se atreven a demonizar? La complicidad policial que mató a Kevin, las balas a los murgueritos de la 1-11-14, las torturas a los chicos de la 21-24, las compañeritas secuestradas para la trata oficial o los gases a los cartoneritos de Lanús, no son cortometrajes de «la violencia que sufren los chicos de los barrios marginales». Son los avances de la violencia que empobrece a nuestra pobreza cotidianamente, bajo la impunidad de otra total normalidad, encubierta por los editorialistas que aderezan sus efímeras «investigaciones» con salsas criollas que van desde «bandas peligrosas» de laburantes informales, hasta insólitos «jefes narcos» que habitan casas sin cloacas, ni dirección, ni luz en verano. Porque sí, el tiempo en televisión es tirano.
Qué alegría más triste, qué prepotente razón, qué coherente contradicción: Kevin vuelve a burlarse de la muerte y la mentira, para seguir dándole vida a una verdad tan poderosa como siniestra, la nuestra. Y por eso, entre los créditos del guión más terrorífico, necesitamos decirles gracias a las voces que hicieron esta plaza de película, poniendo el cuerpo, poniendo la voz, poniendo el eco y ayudándonos a prescindir de todo «lo importante», para insistir aunque fuera «en vano».
¿Vieron qué gigante?
Era un enano.